Anexo a una historia/Unidad

From Opus-Info
Jump to navigation Jump to search

LIBRO: EL OPUS DEI - ANEXO A UNA HISTORIA


UNIDAD

Ardua cuestión, pero imprescindible, fundamental. La unidad en la Obra es ese eco constante del "porqué" y del "cómo" tantas cosas están vetadas.

Por unidad es por lo que surge la imposibilidad de hablar o comentar nada que no sean intrascendencias, con ninguna persona distinta a la designada para llevar la charla.

Por unidad es por lo que no se puede opinar, ni objetar, m hace falta razonar, preguntar, etc., sobre indicaciones o sugerencias de los directores, ni en clases, ni sobre temas de meditaciones o charlas de formación.

En diálogos ordinarios no se puede interrumpir a los directores, como condición necesaria de respeto y de unidad. Concretamente, "interpretar" es en la Obra (por formación) algo detestable, inconcebible, es faltar a la unidad. La acogida siempre entusiasta, el afán de transmitir y corear todo aquello que indican, y sólo eso, es y debe ser, necesariamente, motivo y actitud de unidad.

Nadie tiene por qué tener más necesidades personales que las de hacerse y ser cada día más Opus Dei.

Nadie tiene por qué dar -en las charlas, incluso- consejos que personalmente le parezcan adecuados para cada caso, porque por unidad lo importante es "dar" el espíritu de la Obra. Por eso en la charla personal semanal, la unidad debe llevar consigo la necesidad de ser muy naturales, pero "sin que se tenga que buscar en ella un desahogo personal"; lo importante es que a través de los temas preestablecidos que deban ser tratados, "se identifique con el espíritu del Padre". Al recibirla -como decía-, debe aconsejarse lo establecido y escrito, lo indicado por el Padre para todos.

Es la unidad la que define como ÚNICA la ejemplaridad del Fundador. Sólo su oración, su contemplación, sus mociones son trascendentes y admirables. Aunque haya alrededor un montón de personas capaces de las más elevadas reacciones, maravillosas, ejemplares y santas. Permitir que eso trascienda, consentir en ello, producir cualquier tipo de admiración (con culpa o sin culpa) por parte de cualquier persona que no sea el Padre, es necesariamente desunir.

Es totalmente lógico que el Padre tenga su peculiar manera de ser, que sus ocurrencias, sus dichos y sus hechos sean todo lo geniales y atractivos que se quiera, que sirva de estímulo a muchos. Pero no que esa manera suya tenga que ser necesariamente norma y medida de unidad.

Como fundador, él será el instrumento para trasmitir a muchos un mensaje determinado, para fundar la Obra. Que, en palabras suyas, "no se la ha inventado un hombre; yo soy un instrumento inepto y sordo; si Dios hubiera encontrado otro peor, lo hubiera escogido, para que se vea que la Obra es Suya". Y sin embargo es su absolutismo personal lo que cuenta. ¿Dónde está la coherencia?

En la Obra hay socios que son grandes personalidades, gente de renombre, que destacan, que se los conoce por sí mismos. Que se les admite, podríamos decir, su propia categoría y brillantez. Pero que se les admite en beneficio de la propia Asociación. Pueden y deben sobresalir, pero siempre en cosas distintas a las que pudieran competir a Monseñor. En casas en que la misma Obra pueda gloriarse. Nunca en nada que pudiera eclipsar al Padre. La Obra se precia de sus eslabones de oro (como los llama el fundador), se precia de la capacidad y repercusión de los suyos. Pero en orden a la gran capacidad del Padre, que ha sabido influir y llegar y captar a todos ésos.

Tan importante es la unidad en la Obra o, lo que es igual, la identificación con la mente y el corazón de Padre, que entre las cosas gráficas que podría comentar, hay una frase que dice "aunque nos mande llevar un plumero tieso en la cabeza, si lo dice el Padre es porque es lo mejor". "Y el que no lo entienda -siguen argumentando- es un soberbio y no sirve."

Cualquier falta de unidad es considerada falta grave. Es un enorme problema que a muchos llega a afectar muy seriamente. Pesa, y rompe mucho superar tanta mentalidad de infidelidad y de pecado.

Siempre estuve dispuesta a entender y a defender una unidad que se compone de claridad, de ser noble, sin reservas, sin chismes. La unidad de una colaboración sin condiciones. Que necesariamente debe ser recíproca. Unidos así, sí. Pero ¿unidos por despersonalizaciones masificadoras?

Dentro lo presentía. Ahora, con un poco más de perspectiva, he logrado entenderlo. Ahora, cuando pensar de esta manera está ya fuera de la infamia que hacerlo dentro suponía, sí creo que he logrado comprender la clase de unidad que se emplea en la Obra. Se evita toda comunicación entre los mismos de dentro, además de con los de fuera. Se consigue que nadie pueda conocer el sentir ni necesitar de nadie que no quede dentro de un control organizado... Se unifica la comunicabilidad incomunicando. Y así ¿qué es lo que pasa?, en un ambiente tan pregonadamente sencillo y al parecer tan apacible y conforme, en esa Obra de Dios que "nunca pasa nada", ¿qué es lo que pasa? Pues pasa sencillamente eso. Pasa que "pase lo que pase, nunca pasa nada".

Atreverse a romper esta barrera es tanto como atreverse a romper con lo sagrado. Con la sagrada obligación de amar y venerar la "bendita unidad de la Obra" como la define el Padre.

Por un lado "no vayas", "evita esa compañía", "no leas eso", "no asistas". Por otro: "hay que ahogar cl mal en la abundancia del bien". Y un espíritu que se concibe y se prodama positivo y constructivo por excelencia, se convierte en un sinfín de prohibiciones que ahoga en negativas su más positiva teoría.

Teóricamente hay que influir, participar, estar en todas partes, para llevar el buen espíritu a todos. Pero en la práctica ha de hacerse sólo en aquellos núcleos en los que de antemano se admite y se admira a la Obra. Cuando no es así, ¡ojo!, "es un peligro para el alma" (de los socios, claro).

Peligros, enemigos, detractores que hay que saber verlos venir y defenderse de ellos, e incluso desmerecerlos si así lo exige el buen nombre de la Obra. Es sorprendente la constante sensación de atacados que tienen. Les surgen enemigos con la misma agilidad y curiosa fantasía que en el Quijote. Muchas veces, los mismos acusados de ofensores se sorprenden de que se los entienda como tales. Cualquier disconformidad, cualquier disidencia, por intrascendente que sea, en medio de este contexto de lo que en la Obra se entiende por unidad, resulta un ataque.

Algunos los han tenido muy concretos y determinados, claro que sí. Muchos se evitarían, creo yo, tomándose las cosas (los mismos ataques) de otra manera. Y bastantes no dejan de ser molinos dc viento que se mueven en la mente de soñadores hidalgos corno el de la Mancha.

"La Obra tiene detractores hasta en las más altas esferas de la Iglesia", aseguran; de los gobiernos, etc. Tiene, dicen, enemigos que intentan ponerle a cada paso la zancadilla. Pero -siguen diciendo-- "para eso tiene también el Padre hijos suyos en todas partes, que le informan y le ayudan y le tienen al día de todo".

Es "lógico", decía, que ante mentalidad semejante, la unidad de la Obra se defienda y se inculque de la manera que se hace. Lógico, sí, pero ¿hasta cuándo?, ¿hasta dónde podrá llegar este sistema de unidad, esta manera de imponerla y de concebirla? ¿Habrá quien durante mucho tiempo más siga admitiéndola (muchos, más jóvenes, con mentes distintas), entendiéndola? ¿Hasta cuándo seguirán tantos sin desenmascarar el fundamento que la mantiene: de separar (desunir), incomunicar?, de impedir, de prohibir, de desconectar y recluir, ¿hasta cuándo a esto podrá seguir llamándosele unidad?

Una vez se me ocurrió comentar (sólo a personas muy hechas y mayores) que quizá en la Obra, igual que se habían superado cosas de los primeros tiempos, que entonces se las creía del mejor espíritu, como trabajar por la noche, hacer las colchas cuanto más complicadas mejor porque parecía que así la entrega era más exigente, etc., para llegar luego a contemplar todo esto como pura anécdota de una época primera, ingenua, ejemplar, pero lógicamente superada por la madurez, se me ocurrió, decía, comentarlo (con cierta ilusión y esperanza) para llegar a la conclusión dc que podía seguir pasando igual con muchas otras cosas de las que muchos seguimos encontrando ingenuas y absurdas. Pero me advirtieron (especialmente un sacerdote muy importante cerca del Padre) que tuviera cuidado, que no era manera de argumentar ni de pensar para ninguna persona de la Obra.

A veces también, ante la aplastante lógica de objeciones que yo ponía, con el único afán de dialogar cordialmente y buscar ayuda, me llegaron a advertir (sacerdotes de prestigio en la Asociación) "que se puede decir la verdad de las cosas, pero que no hace falta tener en cuenta "toda la verdad"", "No se trata de que las cosas tengan explicación, sino de vivir la unidad de la Obra". Parece como si la unidad fuese antes que la misma verdad. Unidad a costa de todas las opiniones de las demás, ¡que las hay!; que se aportan y se exponen y que se las ignora. Unidad que significa total compenetración con la persona del Padre; pero de ninguna manera nada semejante con respecto a los demás (a los demás de la Obra, incluso).

Es mucha unidad la unidad de la Obra. Unidad que por principio, y como condición indispensable, es la que impone y exige renunciar a la amistad. Que no cabe porque, además de concebírsela como degenerativa y escabrosa, se la considera un enorme peligro para la unidad. Ser amigas es realmente crear la posibilidad de una comunicación, que no va con el estilo de incomunicabilidad que necesita la unidad de la Obra. ¡Qué pena que no quepa entender, sino de esta manera, nada menos que a la amistad! Por muy evangélica que sea, como lo es. Sobra, desune, dicen... ¡la amistad!

De lo que no cabe duda es de que esta clase de unidad apiña. Domina y hace fácil un conjunto manejado y controlado. Que también explica la total aversión que se crea sobre las personas que rompen semejante cerco, que se salen de él, que se desvinculan; explica el desprecio y el desconocimiento a que se reducen.

Por todo esto, y para salir al paso de la decepción que mi desvinculación podía producir en algunas personas que yo sabía que me tenían cierto afecto, me permití hacerles notar (por carta, que quizá nunca llegaran a leer), que no les estaba fallando. Personas a las que mi estilo ayudó y pudieron concebir en él cierta esperanza de que las cosas, en medio de la lucha de tantas diarias incoherencias, pudieran ser de otra manera. No les he fallado sino confirmado con obras que creo y vivo precisamente todo aquello que a ellas les sirvió. A la vez de que para las que pudiera haberles hecho daño, también eso era una solución: evitárselo.

¡Qué difícil es, en medio de este tinglado, llegar en la Obra a llamar a las cosas por su nombre!

No creo exagerar si me atrevo a decir que en la Obra por unidad está permitido, entre otras cosas, incluso faltar a la justicia. Por ejemplo, sé de una persona que recurrió a los propios directores de la Asociación con una reclamación seria de sus personales derechos, y le aconsejaron que lo dejara, porque aunque tuviese toda la razón, las cosas se desenvolverían de tal manera que tendría que ser ella la que acabara cediendo; sería muy desagradable y duro, y al final, necesariamente, se haría sólo lo que hiciera quedar por encima a la Obra. No cabe la justicia, no. Y no cabe sencillamente porque antes que nada y que nadie está el prestigio, el propio nombre, y la propia honra de la Obra, sólo de la Obra.

En la Obra, cuando de la noche a la mañana dejan a una lo más sola posible, parece como si la retaran "a ver qué amigas encuentra". Si se encuentra más sola, será más castigo a su infidelidad. Sin darse cuenta de que la carencia de la amistad en esos casos no es sino el lógico tributo del propio actuar de los que quedan, de los fieles. Extraño tributo, pero ¡real tributo!

La amistad es algo que, lógicamente, no se improvisa; no puede darse de repente, no crecen amistades de las macetas. La amistad sólo puede ser consecuencia de vivir circunstancias paralelas, de tener ideales comunes, de haber compartido tiempos de bregas y de ilusiones.

Se jactan de la soledad y de la añoranza que todo esto crea en los que se van. Añoranza que -repito- es muy difícil que pueda ser precisamente de la Obra. De la Obra sólo se puede sentir añoranza cuando no se ha llegado a conocerla del todo; pueden añorarla los que se fueron muy pronto, o los que lo hicieron por causas muy específicas y particulares. Puede añorarse, sí, a determinadas personas, a esas que hubieran podido ser amigas. ¡Qué osadía llamar amiga a alguien concreto en la mentalidad de la Obra! Decir esto, para ellos, es casi una herejía. Ahora que lo veo de lejos me produce sonrisas, pero es tremendo pensarlo. Tributo exigido por lo que en la Obra consideran nada menos que "unidad".

Un tributo que a su vez impone como herencia unas dificultosas ganas de no volver a unirse a nada ni a nadie, de independencia. Ante experiencia semejante, sólo se desea salir de todo lo que pueda parecérsele. Los que hemos vivido experiencias iguales -los ex socios- yo diría que nos necesitamos, podríamos ayudarnos mejor que nadie. Y sin embargo lo normal es que ninguno quiera contar con nada semejante. ¡Lejos dificultades, mentalidades extrañas, problemas, líos...!, dicen la mayoría. Decía tributo y habría que seguir diciendo... ¡es mucho tributo! y lo es por todo esto.

Unidad que sólo deja esta herencia. A la que quieren llamarle "consecuencia de faltar a ella"; pero que si esto no es sino su fruto, "por ellos los conoceréis".

Unidad de una Obra de Dios que ignora a la persona precisamente para implantar un sistema personal ¡tremenda clase de unidad! Hay que unirse al mito personalista del Padre, ante el que "sobran todos los demás", toda clase de consideraciones con otros, de comprensión o de reconocimiento a nadie mas.

Aunar esfuerzos, ideales, tener unas mismas metas, todo esto es bueno; es lo que lógicamente puede contribuir a que unos planes de Dios -fundacionales en este caso- se cumplan. Despersonalizar para someter, masificar: unifica pero desune, apiña pero aísla.


Capítulo anterior Índice del libro Capítulo siguiente
Discreción Anexo a una historia Pureza