Anexo a una historia/Con los que se van

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LIBRO: EL OPUS DEI - ANEXO A UNA HISTORIA


CON LOS QUE SE VAN

Si no lo veo, no lo creo; si no lo hubiera vivido en mi propia carne, me resistiría a creerlo. Se puede faltar a la caridad, a la justicia, a la verdad, por muchos y variados motivos, pero ¿se puede llegar a hacerlo so pretexto de fidelidad a una acción apostólica y a modo de holocausto, de entrega, de acatamiento absoluto a una espiritualidad? Sí, en la Obra eso es posible. No se pueden calificar de otro modo muchas de sus actuaciones.

Por supuesto, no se busca directamente el mal de las personas; no se las arrolla por el placer que ello puede producir. Para usar un término clásico de los moralistas, yo diría que se trata, más bien, de un "voluntario indirecto". Una vez más lo que se busca directamente es el encumbramiento de una personalidad -la del Padre- que no tolera intromisiones. Si la consecuencia de esta sumisión filial es el desprestigio de terceros, eso carece de importancia, es algo inevitable. Bien se lo han buscado, dirán algunos.

Según Monseñor Escrivá, la razón más sobrenatural para hacer algo es "porque me da la gana". "Porque os da la gana estáis aquí, porque os da la gana vivís las cosas como lo hacéis, porque os da la gana es la única respuesta a toda solicitud de explicación que los demás necesiten de vuestra vida." Así es como en la Obra se argumenta, así se predica, así se enseña. "Porque me da la gana." Pero, ¡ojo!, sólo lo que está previsto, lo establecido, lo que viene del Padre, puede "dar la gana" a una persona debidamente fiel a la Obra. De donde se deduce que nunca una dimisión voluntaria (es distinto si "invitan" a marcharse) puede ser "gana" sobrenatural, y como lo sobrenatural es lo único importante, esa persona, a todos los efectos, deja de existir como tal para los restantes miembros de la Obra.

"Propietarios de almas se creen algunos, y eso no es, no cabe", argumenta el Padre, quejándose con energía, cuando se refiere a aquellos directores espirituales que no son demasiado partidarios de que sus dirigidos participen en las labores de la Obra; o que, aun encontrando oportuno este acercamiento a ella, pretenden seguir dirigiendo espiritualmente a los interesados. Acercarse á la formación de la Obra es necesariamente dejar de contar con cualquier otro tipo de ayuda espiritual o moral. "Si te has acercado a ella es para beneficiarte de lo suyo, y los que no sean de la Obra no pueden ayudarte a conocerla." Luego lógicamente -con una lógica muy particular- hay que romper con todo lo que no sea relacionarse con los sacerdotes de la Obra; hay que delegar en ella y sólo en ella toda la formación a partir de ese momento, no hay que consultar nada más a nadie. ¿Qué pasa entonces? ¿Cómo puede quejarse uno del afán de propiedad de otros si, acto seguido, va a asumir idéntica actitud? O con la Obra, o al margen de ella. O uno se hace incondicional, o no habrá medio de tener nada que hacer ni que ver con ella. Así se forma a los que pertenecen a la Obra; así se trata a los de fuera.

O se es de la Obra o no se es. Y si eres y dejas de serlo, por el solo hecho de no haber admitido esa línea de visión única hasta en lo más opinable, pasas a ser integrado en el grupo de los absolutamente marginados. Pasas a ser despreciable (o lo que es lo mismo, ignorable). Archivan, cierran el expediente y se acabó. Me gustaría saber qué encierran esos expedientes que se guardan en los archivos de la sede central: ¿figurarán en ellos las buenas cualidades, la disponibilidad, tantos trabajos realizados? No lo sé, pero sí conozco los archivos que se llevan a nivel local y sé que en ellos sólo se guarda lo que favorece a la propia Obra; los hechos de las personas sólo figuran en cuanto puedan aportar un dato positivo para la historia de la Asociación.

Hasta tal extremo que cuando alguien decide marcharse le coaccionan para que exponga y firme razones que digan bien de la Obra, aunque estén totalmente al margen de la realidad objetiva del caso. Hay que decir, por ejemplo, que una está muy agradecida por la formación que ha recibido, y que se marcha porque quiere, aunque la verdad sea que ha acabado queriendo marcharse por no haber posibilidad de otra solución.

Conozco, además de otros muchos casos de esas coacciones finales, uno de un sacerdote que necesitaba secularizarse (por una trayectoria muy larga, muy dura, increíble como muchos de estos casos, pero real, que no era para él ninguna ilusión sino la única solución; enfermo y deshecho); a este sacerdote, que redactó en su día su informe para el Vaticano, le vinieron, después de haberle ignorado y desatendido durante dos años, con otro informe distinto, redactado por ellos (los directores de la Obra) según convenía, para que lo firmara nuevamente y mandarlo así, porque el suyo primero no iba a coincidir con la visión que en la Santa Sede se tiene de la Obra. Y por agotamiento... -de otra manera el caso podía dilatarse indefinidamente- lo firmó.

De la noche a la mañana se acabó. toda relación, todo interés, hacia la persona que se va. Los mismos que decían quererle tanto, que proclamaban estar dispuestos a dar su vida por él, que se aprovecharon de sus mejores posibilidades, le ignoran, le olvidan por completo. Ya no les importa lo que pueda necesitar, les tiene sin cuidado cómo vaya a rehacer su vida. Para todos ha dejado de contar, no quieren volver a saber nada, preferirían no cruzarse nunca más con él por la calle. ¡Es toda una demostración palpable de lo poco que importa la persona!

¿Cuál puede ser la razón de esa postura? Quizá (he llegado a pensar alguna vez) aquellas frases del evangelio de San Mateo: "Si alguno no escucha vuestra palabra, saliendo fuera dc aquella ciudad, sacudid el polvo de vuestros pies. En verdad os digo que en el día del Juicio se procederá menos rigurosamente con Sodoma y Gomorra que con aquella ciudad" (Mateo, 10,14-16). 0 quizá aquellas otras de: "No arrojéis las perlas a los puercos ni deis lo santo a los impíos, no sea que, pateándolas, las destrocen, y volviéndose, os ataquen" (Mateo, 7,6-7). No puede uno empeñarse en que entienda la Verdad de Dios el que no quiere saber nada de Él. A la vez de que no se puede olvidar la prudencia de que el que no va a entender, va a retorcer. Y sin embargo, ¿es que acaso la Obra puede aplicarse a si misma lo que Cristo aplica a su verdad? Siendo la Obra una Institución de la Iglesia, sin más, ¿no será, no es en la Iglesia y no en la Obra donde únicamente cabrá contar con esta comparación de fidelidad?

Afirman que dejar la Obra es una gran desgracia; ya he dicho antes que el fundador asegura que no da por el alma del que se va ni cinco céntimos. Quizá sea la razón para que cualquier "hijo" suyo, que se precie de serlo, rechace todo contacto con el que se ha ido, salvo algunas excepciones -muy escasas- de personas que han seguido manteniendo ciertos contactos con los antiguos socios, los menos ortodoxos dentro del sistema.

"No se puede poner la mano en el arado y volver la vista atrás" (Lucas, 9,62), sigue diciendo el Evangelio. No se puede calificar de mirar atrás al profundizar y ver y pensar en la contradicción que entre la teoría y la práctica se produce en la Obra, porque se desea y se necesita algo más sólido y auténtico; por el contrario, hay que admitir que sólo así se está mirando hacia delante con profundidad, apretando más fuertemente la mano en el arado que aquel que se queda en conformismos de inhibiciones fáciles.

Como no son las riquezas (sigo pensando en el Evangelio) las que frenan o atraen a esos que se van por los motivos que me ocupan. Volver a partir de cero es en muchos casos un difícil y duro enfrentamiento que sólo demuestra un alto grado de desinterés.

El que se va de la Obra deja, indiscutiblemente, mucho más de lo que abandonó cuando vino a ella. Aunque sólo sea porque abandona tras sí unos años irrecuperables. Una vez más deja "casa y hermanos" por seguir siendo fiel a una llamada, por atender a unos principios que son fundamentales.

En palabras de un obispo, al menos tan Monseñor como el Padre, la fidelidad consiste en permanecer en un sitio mientras la voluntad de Dios no pida algo superior a ello. Superior, en este caso, no a la Obra como tal, sino a esa postura que en ella se impone, muy por debajo de lo que realmente significa una vocación.

Se deja mucho al marcharse. La salida no debe de ser tan fácil cuando hay bastantes que desisten de ella ante el panorama que saben encontrarán fuera: a veces un nivel familiar menos acomodado que el de la Obra; problemática de trabajo, sobre todo si no ha habido una anterior actividad externa; situaciones de responsabilidad que antes eran ahorradas. No es fácil renunciar a todo ese vasto conjunto de facilidades, de "detalles" establecidos en la Obra para "hacer el camino de santidad fácil y amable".

"La vocación se ve una vez nada más, y basta", insiste Monseñor. De ahí también el corte profundo que supone no seguir. A pesar de que sea el propio Padre el que ha escrito en su libro Camino: "Que tu perseverancia no sea una perseverancia irreflexiva, obra de la inercia..."

La identificación de los socios con los deseos del Padre llega incluso a negar el saludo por la calle o, si el encuentro es tan directo que no cabe hacerse el desentendido, a saludar fríamente, con la mayor indiferencia. Los mismos que tiempo atrás se hubieran volcado con uno porque era de la Obra, después le ignoran y evitan porque ya no lo es.

Conozco el caso de varias personas que perdieron a su padre o a su madre pocos meses después de su salida y no recibieron ni siquiera un pésame protocolario.

Durante los años que he pasado en la Obra he convivido con personas a las que me unieron fuertes lazos de tareas y dificultades resueltas en común; a otras las ayudé a superar etapas muy difíciles de su vida. Las recuerdo con gran afecto -pienso que quizá a ellas les pase lo mismo respecto a mí- y me gustaría tener noticias suyas. Pero eso no es posible, no está permitido. Si se les escribe, no contestan, o lo hacen con una breve carta estereotipada y llena de formulismos. Frialdad que hiere más que el desprecio y que hace desistir de todo intento.

Si algún socio de la Obra muestra interés por saber algo de aquella persona con la que vivió mucho tiempo, la respuesta de los directores de la Obra es tajante: "Los que se van es como si hubieran muerto." Mientras menos se sepa de ellos, mejor. No hay por qué conocer su dirección, y si por casualidad se conoce, no hay por qué facilitársela a quien la solicita.

Ocultación, disimulo, temas vedados incluso bajo supuestas disculpas de caridad: "no hay que poner en evidencia a nadie"; "hay que evitar el peligro que supondría para la vocación de los restantes", etc. Razones todas ellas que dejan entender, sin mencionarlos, motivos peyorativos en las razones de aquella defección.

Tratar a los que se fueron -insisten- es adentrarse por ambientes enrarecidos que en nada ayudan. Incluso sugieren que no se trate con otras personas que hayan sido también de la Obra. A mí me lo dijo una asociada que decía apreciarme: "no te conviene; esa clase de trato sólo puede perjudicarte". Quizá también sin darse cuenta, al decírmelo, de que según sus palabras yo quedaba también integrada en el grupo de las "no convenientes".

De entrada y por principio, la salida de la Obra es una deserción sin paliativos. Una traición. Un consentimiento y pacto con la tentación diabólica. De donde es lógico deducir que quien se sale va al abismo, se pierde irremisiblemente. Sus esfuerzos de nada sirven ya. Creo que de alguna manera sobreentienden que "esos" tienen la obligación de condenarse; de otra forma es difícil explicarse el consejo que dio cierta persona de la Obra a otra que le hablaba de una que se había salido y seguía llevando una vida sana y de relación con Dios: "Total, ¿para qué? Ya no le sirve de nada." Increíble, pero cierto. A esa tal cabría argumentarle con palabras no precisamente mías: "No sabéis a qué espíritu pertenecéis... el que no está contra vosotros, con vosotros está" (Lucas, 9, 4).

"Es lo normal en cualquier matrimonio que se separa: la familia no vuelve a hablarle al que se va." Sigo en la línea de las argumentaciones empleadas por los que gobiernan, frente a las defecciones. Ahora, en este ejemplo, olvidando que, en el peor de los casos, la diferencia es demasiado radical. Olvidando que, mientras, en el matrimonio, el vínculo es de ley natural (derecho divino positivo), en la Asociación (vinculación a la Obra) es puramente amistoso. Asociarse es comprometerse, sí; pero en interés sólo de unos mismos afanes e ideales; es un compromiso de pura conveniencia de medio, mientras que en el matrimonio su razón de ser es precisamente el "para siempre", en unión carnal, y "lo que Dios ha unido que no lo desuna el hombre". Antes de casarse habrá que pensárselo si se quiere más, mucho más que para asociarse; habrá que formarse para ello, habrá que saber a qué se va; pero casarse es eso y sólo eso, es ésa y sólo ésa su única y lícita composición sacramental, que dista bastante de una conveniencia asociativa que no puede obligar más allá de ser ayuda o estímulo personal. Como no puede obligar de otra manera la amistad como tal, aun siendo y a pesar de ser la forma más grande y noble, por desinteresada, de amar. Son, lo quieran o no, lo aconsejen o lo desaconsejen en la Obra, motivaciones y consecuencias muy distintas, muy en diferente línea, como para poder comparar una desvinculación de ésas con una separación matrimonial. Cristo, que tan tajantemente se define en el Evangelio sobre la indisolubilidad del matrimonio, nada dice sobre asociación. Habla de unión y colaboración: "donde dos o más están reunidos en mi nombre, allí estoy Yo"; pero sin más condiciones. ¿Cómo atreverse a comparar? Y en la Obra, para mayor mentalización, se compara.

Dicen que solo no se puede. A mí me aseguraron (un sacerdote director de delegación) que si me iba podía amar a Dios, santificarme, como mucho, en segunda fila; a lo que sólo pude responderle que para mí "la fila" era lo de menos, ya que lo que considero fundamental es la intensidad y la autenticidad.

Yo me he encontrado con personas desvinculadas de la Obra y casadas que, ante esta limitación en sus posibilidades de salvación, aún no habían superado esa situación de dudas y de angustia, sin motivo ninguno, para ello.

En frase, muy estimada, admitida como ejemplar, y repetida como consejo en charlas personales, dicen que "más vale ser mala dentro que buena fuera". Algún sacerdote de la Obra, también es bueno considerarlo, se indignaba al oír tal aberración. Alguno, pero no la mayoría.

En otra ocasión se le ocurrió a una persona de la Obra dar a otra la noticia de la desvinculación de un sacerdote de la misma, conocido y de gran prestigio hasta entonces para las dos, ante lo cual no le cupo a la segunda mejor reacción (deseosa de poner en juego el mejor espíritu) que asegurar que no podía ser sino por soberbia. A pesar de que se trataba de un acontecimiento a distancia y sin más datos. Sin más pararse a pensar en lo que de difamación pudiera tener tal comentario. Y sin considerar que por grave que sea la soberbia no lo es menos la calumnia, de hablar sin saber, de definir sin conocer. Pero es que en la Obra (por eso se trata de un ejemplo significativo) para ninguno de los suyos, adecuadamente mentalizado, puede existir otra clase de razón ni de motivo, de explicación, que estos que vengo citando.

A pesar de todo lo que dentro se propongan demostrar, dejar la Obra no es ninguna desgracia; al menos esa es mi experiencia personal. Es, eso sí, un motivo de tristeza pensar en tantas ilusiones destrozadas, en tantos esfuerzos baldíos; también es doloroso ver cómo algunos salen destrozados. Pero salirse es ante todo volver a rehacer una individualidad responsable, maravillosamente liberadora, libre de coacciones irracionales, de medidas anquilosantes, de dogmatismos estériles. Con la oportunidad de volver a sentirse mezclada, de veras, en los afanes y desvelos, en las luchas y en los ideales de la gente normal. Poder prescindir de mitos y de fanatismos. Sólo hay que saber enfrentarse nuevamente con la vida; hay que ser valiente. Lo ponen muy difícil; no es fácil.

Son presiones, vigilancias y acosos constantes, junto con abandonos y marginaciones. Son muchas las cosas que van recayendo sobre esa persona que no puede seguir. La misma que ha luchado con todas sus fuerzas para lograr la mejor solución dentro, que valora su vocación por encima de todo y siente la necesidad de vivirla auténticamente, y que se encuentra de pronto que la dejan sin algo suyo, desprotegida, desprestigiada, precisamente por no ceder a formulismos fáciles. A esa persona y a sus circunstancias, a las dificultades que todo esto genera, es a lo que llaman desgracia por infidelidad.

Versión ésta que es la que se hace llegar a todos, para que escarmienten en cabeza ajena; mientras se ignoran por completo todos los resultados de liberación, de santa liberación me atrevería a decir, a que me he referido.

Puede ser bueno asociarse, estar asociado. Es estupendo contar con la ayuda de una colaboración en condiciones, organizada. Pero no lo es, deja de serlo inmediatamente que la asociación en vez de ser ayuda es desazón, avasallamiento, des-personalización.

¿Por qué, por qué entonces ese desprecio a los que se salen? ¿Porque hemos entregado los mejores años de nuestra vida, la juventud, la dedicación de nuestros años nuevos, la ilusión de los más nobles ideales? Cuando los teníamos sin estrenar, entonces los dimos, y los dimos enteros, sin regateos. Dimos todo eso que no vamos a reclamar a nadie, que tampoco vamos a desear volverlos a encontrar sino en el orgullo, creo que muy sano, de que Dios sabe más y Dios puede más, y Él es el que realmente se lo ha quedado, algo que nadie podrá quitarnos tampoco. ¿Qué puede tener todo esto de despreciable? ¿Acaso a eso será a lo que hay que llamarle fracaso?

En la vida se puede tener una enorme vocación de casada y quedarse viuda muy joven; se puede ser de lo más maternal y no tener hijos. Se puede uno encontrar con que donde pensaba que le ayudarían a vivir una vocación personal, se la patean y la utilizan.

Cabe que a esa persona casada se le muera el marido y los hijos. Caben muchas cosas que no tienen por qué significar ningún tipo de desengaño. Esa persona está, por el contrario, ante la ocasión de vivir virtudes heroicas. Es, puede ser, ¿por qué no?, una forma de predilección.

A pesar de lo cual hay que dejar solos a esos que se van. Como hay que impedir que entre ellos se unan también.

A un sacerdote (desvinculado de la Obra) pretendieron llamarle la atención a través del Obispado de la ciudad donde vivía, para que dejara de relacionarse con los ex socios, interpretando en esa posibilidad de ayuda entre los mismos, provocada, según creían, por él, un ataque a la Obra. La unión de los de dentro: amurallados, prevenidos, masificados; frente a la desunión de los de fuera. ¡Qué gran manera! La unión hace la fuerza; divide y vencerás.

¿Qué es lo que de todo esto se ofrece a Dios? En principio puedo asegurar que todo. Todo se hace bajo consigna de visión sobrenatural. Y con ese sentido, y sólo con ése, es como cada uno se esfuerza en interpretarlo. Que sea posible o no lo sea, no lo sé. Que realmente a Dios le agrade o no todo esto, tampoco soy quién para suponerlo. Yo, personalmente, prefiero ofrecer a Dios las cosas de otra manera.

La Obra se precia de su apostolado con los acatólicos; alardea de ser la pionera en admitir en sus filas a cooperadores no creyentes; hablan de ir a buscar almas hasta las puertas del infierno, si posible fuera, como prueba de afán apostólico. Actuando a renglón seguido de la manera que he descrito con los que de ella se desvinculan, por el mero hecho de que se han ido. ¿Acaso habrá que entender que es peor esto último (sin más argumentación) que el ser propiamente infiel o ateo?

En el libro "Conversaciones con Monseñor Escrivá de Balaguer", el 'Padre narra una entrevista suya con el entonces Papa Juan XXIII y comenta: "Le dije: en nuestra Obra siempre han encontrado todos los hombres, católicos o no, un lugar amable; no he aprendido el ecumenismo de Su Santidad. Y el Padre Santo reía emocionado." Nosotros, que contamos con una experiencia ¡vivida! tan opuesta, ¿qué tendremos que hacer? ¿Podemos también sonreír?

El fundador dice que no desea para la Asociación más vínculo que el que se deriva de un contrato civil de trabajo. No comprendo bien con qué clase de intención dice esto ni de qué manera concibe su aplicación. Lo que sí sé es que en un contrato de trabajo se cuenta con un seguro de desempleo y de enfermedad, con recursos legales contra el despido injusto y, en todo caso, con la indemnización adecuada. En la Obra el que se va, esa misma persona que lo ha entregado todo al llegar, que ha dejado en ella todo el rendimiento de su trabajo durante años, que en muchos casos cedió a ella todo o gran parte de su patrimonio, si lo tenía, se encuentra, al abandonarla, en la calle con lo puesto, sin nada más, absolutamente sin nada mas.

Conozco muy de cerca el caso de una numeraria que entregó a la Obra todo lo que tenía; se trataba de joyas que había heredado de su familia. Sólo conservaba a su nombre algunas acciones, pero también había cedido, como es debido según lo prescrito, su administración, uso y usufructo a la Obra. Después de doce años de permanencia en la institución, y tras de haber luchado de veras para ser como le pedían, se vio obligada a dejar la Obra, solicitando disponer de sus acciones como único recurso para vivir. Pero como el permiso para ello lo tiene que dar el Padre, y los trámites son los trámites, y porque no hubo nadie que se ocupara de suplir de otra manera (nadie en la Obra) tuvo que dedicarse los primeros meses de su desvinculación a vender libros por la calle para poder comer. A esa misma persona le mandaron la maleta atada con una cuerda; a pesar de las "exquisiteces" que se viven con los de dentro y entre los de dentro. Numeraria que salía después de haberla tenido cambiando de casa catorce veces en doce años y de directora veinticuatro veces. Una mujer simpática y encantadora, que primero la conquistan porque su apellido era conocido y "decía bien", "vestía" para la Obra. Y luego... luego resulta que no era bastante "eficiente", y todo fueron inconvenientes.

Yo no niego que se deba imponer una selección basada en imposibilidades personales objetivas. Lo que afirmo es que hay muchas maneras de plantear las cosas, muchas formas de decirlas, muchos medios para llevarlas a cabo y, sobre todo,"a su tiempo". Y que también en esto la actuación de la Obra deja mucho que desear.

Al poco tiempo de dejar yo de pertenecer al Opus Dei, quise ayudar a una numeraria de la que -por pura concidencia de tiempo y de lugar- sabía que no podía seguir dentro y que, por serias dificultades familiares y profesionales, no sabía adónde ir. Yo había sido directora suya y conocía que la Obra deseaba su dimisión, ya que a mí, en razón del cargo que ocupaba, se me había encargado anteriormente de planteárselo. Por todo ello me propuse ayudarla. Pero rápidamente me salió al paso un sacerdote de la Obra para pedirme que la dejara sola. Sola, para que así sintiera la necesidad de la Obra; sola para que así, tal vez, sintiera y consintiera en la necesidad de seguir dentro. De seguir a pesar de que dentro consideraban que "no servía". Para que así perseverara, pues -una vez más lo repito- la dimisión es considerada como algo diabólico, y en último extremo, para la Obra, poco prestigioso.

¿Contradictorio? Sí, muy contradictorio. Pero muy real, totalmente real. Me negué a tales planteamientos, por supuesto, y corno consecuencia los miembros de la Obra se dedicaron desde entonces a propagar verdaderas calumnias sobre mi persona, que no se han avenido a rectificar.

A mí, concretamente, al cabo de catorce años dedicada a internas tareas de envergadura, y sabiendo que nadie mejor que los de dentro podían avalar mi capacidad de trabajo, pues sólo ellos la conocían, sin pensar en recomendaciones y buscando no ser una carga para mi familia al dejar la Obra, me atreví a pedirles que me echaran una mano. Dos directoras muy cualificadas me contestaron, cada una por su lado, que "la Obra no es una agencia de colocaciones" y que "en los periódicos había anuncios".

Dicen que nos hemos ido porque hemos querido, a pesar de que se han puesto para retenernos todos los medios, de que nos han ayudado al máximo. Yo puedo asegurar (y no sólo por mi caso, sino también porque desde mi puesto de directora he podido conocer otros semejantes) que por nadie se hace nada más que lo que conviene al prestigio de la Obra, nada más que lo establecido, caiga quien caiga, pase lo que pase. No existe ni cuenta la comprensión de lo personal. Pueden darse amabilidades en la forma, una delicadeza extrema en la expresión, enormemente cruel por ser meramente fórmula.

"La puerta de entrada está entreabierta; para salir, de par en par", asegura Monseñor Escrivá. De acuerdo, siempre que a todo ardor y coacción proselitista se le quiera llamar "entreabrir"; siempre que abrir de par en par signifique cerrarse a toda posibilidad de diálogo que obligue, como única solución, a marcharse.

Inequívocamente, sólo lo que los directores piensan o determinan es de Dios; sólo ellos tienen gracia de Dios suficiente para valorar las situaciones, por muy personales que éstas sean. Individualmente, nadie es quién para hacer nada que pueda admitirse como santo. En este contexto de cosas no es difícil entender las dificultades de todo tipo que, para no pocos, esto acaba suponiendo.

Muchas veces hemos hecho llegar a directores superiores e incluso al Padre todas estas cosas y no ha servido de nada, no ha habido ninguna reacción capaz de esbozar el más mínimo destello de esperanza, esperanza de acogida, de solución, de reacción consecuente, de entendimiento.

Personalmente, además de al Padre, escribí a distintas directoras, convencida de que porque me conocían bien, entenderían mi solicitud de rectificación a razones y juicios que sobre mi caso se habían CONSENTIDO, ASENTIDO Y ADMITIDO, totalmente equívocos. Cartas a las que nunca obtuve la menor contestación.

Realmente el mejor desprecio es no hacer aprecio. Y es todo esto lo que asombrosamente cabe en una Obra de Dios como consecuencia y como resultado de una vida que se proclama "contemplativa" por excelencia.

Es una pena, sí, por lo que todo ello desdice de la Obra como tal. Es increíble. Y es muy triste.

Pero no es mi tristeza, ni la de los que estamos fuera, por el hecho de estarlo. Tres años hace que dejé la Obra, y si mil veces me encontrara ante una situación semejante, mil veces volvería a hacer lo mismo. Cuando estaba dentro, a muchas de las objeciones que ponía, siempre me argumentaban que eran cosas que sólo se me ocurrían a mí, que a nadie le afectaba nada semejante, para todo era caso único. De la misma manera aseguran que a todo el que se marcha le invade el arrepentimiento y la añoranza. Con respecto a lo primero es impresionante, increíblemente impresionante, la semejanza de casos, de motivos, entre personas de lo más distintas, distantes y ajenas, ¡comprobada! En relación a lo segundo, es muy difícil añorar todo ese conjunto de contradicciones, de enmarañamientos de cosas, de incoherencias, de complejidades; es imposible echar de menos nada semejante; admitiendo que en la Obra hay cosas buenas, dignas; pero quedan demasiado ahogadas y destrozadas por las otras. A pesar de los pesares. A pesar de la jactancia que hace posible todo ese conjunto de desprecios (los expuestos son sólo algunos) para los que se van.

Frente a una realidad, la de los fieles, otra realidad: la de los "infieles". Esto, todo esto, es también una realidad. Mi realidad, sí, pero no importante por ser mía; es la de un montón de gente más. Y ese montón es lo que cuenta y lo que reclama verificación. Hay desvinculaciones que aisladamente pueden ser muy difíciles de entender. Conociendo su contexto las cosas cambian, las cosas se sitúan y se enjuician mejor.

¿Se entiende mejor así a la Obra? Se entiende, creo yo, que haya tantos que no quieren volver a saber nada de ella, que les repele lo que se refiere a ella. Que ni siquiera estén dispuestos a trabajar en pro de una reacción consecuente. Quizá porque no crean que puede existir.

Lo que sí existe, lo que sí es verdad, es que todo eso, y mucho más, hacen con los que se marchan.


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