Anécdotas

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Por Otaluto, 14.11.2007


En la obra se cuentan anécdotas. Muchas y sobre cualquier cosa.

Las razones para esta práctica tan asidua son, a mi juicio, múltiples.

Hay una razón que es puramente humanitaria, evitar la muerte por aburrimiento durante las tertulias. Hay que pensar que a lo largo de los años se trata de miles de horas de tertulias que hay que llenar con algo.

Otra razón es el control social. El chisme que pasa de boca en boca y pone en evidencia cualquier conducta fuera de norma. Esto lo se bien y de primera mano. Sucede que mi personalidad ha sido siempre un poco excéntrica de acuerdo con los cánones de la obra. Al principio hubo intentos de ponerme en caja mediante la presión cuerpo a cuerpo, sin obtener mayores resultados. El director del centro de estudios era un tipo inteligente y rápidamente percibió que conmigo se requería otra táctica. Lejos de retarme o poner malas caras, se dedicaba a ensalzar mis “conductas peculiares”, las elevaba al rango de anécdotas, adornándolas y exagerándolas, hasta convertirlas en leyenda. Al principio me resultaba divertido, con el tiempo comenzó a ser incomodo ya que otros, con mucha menos gracia, también repetían mis historias. Finalmente, opté por mimetizarme con el ambiente, pasar desapercibido...

En la obra también se cuentan muchas “anécdotas apostólicas”. El fin, en este caso, es supuestamente sobrenatural: edificar a la concurrencia. En la realidad de los hechos es un modo de poner presión para que la gente haga proselitismo.

Hay una cuarta razón. Es el modo de transmitir ciertos conceptos relacionados con el modo en que la obra funciona internamente, cosas que quedarían muy mal si se pusieran por escrito. A través de las anécdotas se establece un canal formativo, un modo en que se transfiere información subliminal sobre los modos de actuar aceptables a la institución.

Como decía, hay múltiples razones para recurrir a la anécdota y todos en la obra lo hacen. Los que lo hacen bien habitualmente acaparan las tertulias. Los que tienen menos gracia deben conformarse con torturar a los asistentes cautivos de un círculo o una charla. En todos los casos, no importa la razón ni el modo, se da una coincidencia: la verdad histórica de lo relatado es irrelevante. El fin es siempre pragmático, ya sea divertir, edificar, formar… a nadie le importa si es cierto o no.

Recuerdo interminables tertulias, literalmente interminables, con algún “mayor” de la Comisión o Delegación contando anécdotas del fundador, a quien ni siquiera conocieron, haciendo aparecer como heroicos los acontecimientos más pueriles, al estilo: - y entonces, nuestro padre, que padecía de diabetes, que como todos saben da una sed terrible (nuestro padre sufría mucho, pero no lo decía, salvo a Don Álvaro), se levantó en medio de la noche a buscar agua. Y allí, en el pasillo, se encuentra con fulanito, y fulanito le dice: -padre- y nuestro padre le contesta –hijo-, y fulanito le dice, (por supuesto rompiendo el silencio del tiempo de la noche, pero claro, con el padre está permitido romper el silencio ya que hablar con él es hacer oración), entonces le dice –padre, ¿necesita algo?- y el fundador le contesta (¡que santo que era!): -necesito un vaso de agua, pero no te preocupes hijo mio, me lo busco solo-. ¡Que santidad la de nuestro padre!, ¡buscarse él mismo un vaso de agua!-

Anécdotas del estilo escuché a montones. Al principio no sabia si era una tomadura de pelo o que. Había particularmente un imbecil en comisión, altísimo y reverenciado director, que luego enviaron al Consejo General, o algo asi, luego de lo cual su nombre se pronunciaba con especial unción, como si la acogida que el padre le dispensaba en Roma fuera un privilegio que irradiaba sobre todos los numerarios de la región.

Resulta que anualmente lo invitaban al centro de estudios para contar una anécdota que duraba toda la tertulia. Era la historia de cómo el fundador había logrado la conversión de los guardias de seguridad que le pusieron cuando viajó a la Argentina. En realidad se trato de una maniobra de acoso y derribe, en la que participó cuanto numerario pudo, con el único y exclusivo fin de configurar la anécdota para la posteridad. Estoy seguro de que los guardias de seguridad no eran precisamente aristócratas, pero la imitación barata de su modo de hablar y gestos, realizada por este mequetrefe que sí se creía aristócrata era la cosa más insufrible que me tocó vivir. No hay nada más patético que alguien que no es gracioso tratando de serlo y un grupo de idiotas, nosotros en ese caso, festejando a carcajadas todas sus gracias.

Luego de esa insufrible tertulia, tuve mi primera crisis vocacional. Mi razonamiento era que si todos habían disfrutado tanto algo que para mi era tan absolutamente insoportable, entonces no debía tener vocación. Se lo fui a plantear al director, quien al escucharlo no paraba de reírse. Obviamente para él también había sido insufrible.

Decía que en todo este asunto de contar anécdotas, la verdad histórica, es decir, si realmente ocurrió, es lo menos importante. Y es que en el ambiente infantilizante de la obra, las historias cumplen una función similar a la de los mitos y las fabulas de la antigüedad: la mente primitiva transmitía de este modo grafico sus consignas morales.

Hice toda esta introducción porque quiero contar las únicas dos anécdotas que escuche sobre el actual prelado, en ese entonces Don Javier. Es posible que no hayan ocurrido en realidad, pero, como decía, eso no es en modo alguno relevante. Lo relevante es que dichas anécdotas se contaron, y en un entorno serio, con el fin de transmitir un mensaje que quedara grabado.

La primera fue durante una convivencia del centro de estudios. Aclaro, por lo que ahora se vera, que yo no cursaba aun el centro de estudios, pero había pitado allí, y siendo adscrito pensaron que era una buena idea acelerar mi formación sumándome a la convivencia. La anécdota la contó el numero uno de San Miguel y se trata de lo siguiente. Un numerario fue a Roma por alguna razón y se entrevisto con el fundador. Su gran ilusión era sacarse una foto con Escrivá. Accediendo a su pedido el fundador llamo al fotógrafo y se sacaron una foto juntos. Al cabo de los días, Escrivá lo llamo para darle la foto, en un encuentro entrañable. Cuando sale de esta segunda entrevista, foto en mano y radiante de felicidad, se lo encuentra a Don Javier en el pasillo. Le cuenta que el fundador le había dado la foto y lo feliz que estaba. Don Javier le pide que se la muestre. Una vez que la tiene en sus manos menciona que el cuello de la sotana de Escrivá había salido un podo torcido, y a renglón seguido rompe en varios pedazos la foto. Luego le entrega los dichosos pedazos para que los tire en el papelero más cercano. Supuestamente la anécdota era graciosa y hubo varias risitas. A mi la anécdota me choco muchísimo, ya que obviamente lo gracioso era que alguien pasó un mal momento. Y sobre todo ese detalle ultimo de darle los pedazos al interesado para que los tire: solo un energúmeno puede hacer eso. Yo acababa de pitar hacia pocas semanas y aun no había adquirido el hábito de esconder mis pensamientos, me comportaba aun como un ser normal y dije en voz alta: eso es una barbaridad.

Se hizo un incomodo silencio, aun recuerdo los rostros congelados vueltos hacia mi. El de San Miguel, sin que se le moviera un pelo, explico que lo que debíamos entender es el celo que ponen todos en la obra en cualquier detalle referido al padre. La anécdota no tenia nada de raro ya que lo mas lógico es romper la foto delante del interesado y darle los pedazos para que los tire. ¿Pero si era algo tan normal actuar de ese modo, a cuento de que venia la anécdota? ¿Y por que las risas? Me quede callado y confundido.

Luego intente comprender y acepté la conclusión oficial: en la obra, comenzando por Don Javier, todos ponen su mejor esfuerzo para que las cosas referentes al padre sean perfectas. Pero en mi inconciente supe cual era el verdadero mensaje: 1) en la obra nadie puede retener un derecho. Aun cuando lo haya concedido el mismo fundador, es solo una ficción 2) los directores pueden pisotear con tranquilidad los sentimientos de sus súbditos y es de mal espíritu quejarse.

La segunda anécdota se trata de lo siguiente. Cuando alguien estaba de paso por Roma, era habitual que Don Javier le diera como ocupación temporaria la de ordenar un fichero de citas. Se trataba de un fichero muy extenso, que contaba literalmente con decenas de miles de fichas. Durante días, el interesado dedicaba interminables horas a realizar dicha tarea con el mayor ahínco, ya que se trataba de algo para el mismo Don Javier. Lo que el interesado desconocía es que previamente Don Javier había dado vuelta el fichero sobre una cama, mezclando bien las fichas, que a su vez habían sido previamente ordenadas, por supuesto, por el ultimo tonto al que le había dado el mismo encargo. El único fin de ordenar las fichas era inventar algo para darle que hacer.

En este caso el que contaba la anécdota era un sacerdote mayor, y supuestamente sabia de lo que hablaba. Si cabe, esta anécdota me choco aun mas que la primera ya que las conclusiones me parecían aterradoras: 1) en la obra uno se santifica obedeciendo a los directores, aunque eso signifique hacer algo absolutamente inútil, 2) los directores no deben ninguna lealtad a sus súbditos, ni siquiera la de no hacerles perder miserablemente el tiempo.

En fin, ahora saque cada uno sus propias conclusiones.



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