Miedo

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Por Alina, 8 de enero de 2007


Si alguien ha estado el suficiente tiempo dentro del Opus Dei para tener miedo, sabrá de qué voy a hablar.

Al principio, cuando pité, creí haber hecho una cosa buena, seguir a Jesucristo. Todo me parecía perfecto, aunque algunas cosas me costaran sacrificio, pero ese mismo sacrificio me parecía, a mis 15 años, maravilloso. Iba al club, lo pasaba bien, había unas veinticinco vocaciones recientes y las numerarias organizaban actividades en las que predominaba la risa y el buen humor. Sí, es cierto que alguna bronca nos caía si hacíamos alguna gamberrada, pero nada que no se pasara al llegar a casa o pasar un rato con las amigas.

En el Centro de Estudios, la cosa empezó a cambiar. La disciplina se imponía, y más en un lugar abarrotado con cien numerarias, en un Colegio Mayor, en el que casi todo se hacía de forma cuartelaria. Aunque estábamos divididas en grupos, la impresión era de andar perdida en un lugar impersonal y frío...

El miedo comienza al ver lo que era en realidad la vida de una Numeraria, no la de una “adscrita”. El primer 19 de Marzo desaparece un buen número de residentes, que, o bien deciden que aquello no es lo suyo, o bien les dicen que se marchen. No fue mi caso. Aunque no me sentía especialmente a gusto, allí estuve hasta que me mandaron a un centro a una ciudad en el que se hacía labor con señoras, niñas, empleadas del hogar... Sólo había un centro de mujeres y otro de hombres. Ahí empezó mi miedo, que ya no me abandonaría hasta casi 15 años después. Los que no conozcan de verdad el Opus Dei pueden preguntarse cómo una persona normal, con una cabeza bien amueblada, que es capaz de simultanear estudios y trabajo con los encargos absorbentes de la Obra, capaz de aprobar luego unas oposiciones no fáciles y de seguir trabajando mucho y bien, pasa tanto tiempo dentro y no da un portazo cuando decide irse. La respuesta es, precisamente, por el miedo. Es el mismo miedo que las mujeres maltratadas sienten ante los que las afrentan , y que las lleva, incluso, a negar las evidencias ante los familiares que quieren protegerlas. No soy experta en psicología, pero creo ver ciertos parecidos entre ambos fenómenos.

¿Miedo a qué? Miedo en este primer centro cuando la directora me llamaba a su despacho. A veces, era para encargarme algo sin mayor trascendencia, pero siempre me daba un vuelco el corazón, pensando qué habría hecho ahora, y por qué motivo tendría una corrección. Era una persona muy muy buena, pero con un carácter fuerte, que taladraba con la mirada y reprendía fuertemente cualquier pequeño fallo que otra directora ni siquiera habría notado. Así, pues, el clima no era precisamente de confianza y tranquilidad. Esto empeoró cuando en los sucesivos meses anteriores al de marzo, decía una y otra vez que estaba muy agobiada y que quería dejar la Obra. Recuerdo que todas las semanas, cuando tenía que hacer la charla, sólo me dedicaba a llorar y llorar. No podía ni hablar, de la angustia que me entraba; sólo era capaz de decir que aquello no era lo mío y que quería irme. El argumento que me daban era que, si abandonaba la Obra, ponía en peligro la salvación de mi alma. Para las personas no creyentes o poco sensibles, esto puede parecer una nimiedad tan grande como cuando a los niños pequeños se les habla del coco o del lobo feroz. Sin embargo, todos sabemos cómo sufren y qué pesadillas tienen. Pues lo mismo me pasaba a mí. Si me quedaba allí, era totalmente infeliz, y si me salía, me iba directamente al infierno, donde sería infeliz por toda la eternidad. El mismo argumento me daban las directoras de la delegación cuando hablaba con ellas para decirles cómo pensaba. Sólo el sacerdote extraordinario me ayudó un poquito a superar esa continua sensación de miedo. Era un cura mayor, un sabio despistado, que me hablaba de que Dios me quería feliz y que para eso, sólo tenía que ser una buena cristiana y no me insistía en la perseverancia. Pero el pobre, sólo era una gotita en el mar de las presiones. Los que han estado allí dentro saben bien de qué hablo cuando hablo de presiones ...

Así fue pasando el tiempo, y la situación no variaba. Aquello no era lo mío y daba igual el centro en el que viviera o la persona con la que hablara. Cuando una persona es muy fea, da igual el color de la ropa que se ponga, tan sólo podrá mejorar un poquito. Cuando está lleno de pena y de tristeza, de miedo y de temor, el cambiar las personas con las que vives o con la que hablas es casi irrelevante.

Recuerdo casi toda mi vida dentro de la Obra llorando. Llorando en el oratorio cuando leía cosas sobre la vocación, que a mí, más que una liberación siempre me pareció una cadena. Una y otra vez, pensaba que cómo me habría elegido Dios a mí, que no quería ser elegida, cuando había tanta gente buenísima que estaba deseando ser numeraria y no la dejaban. Otra vez, el miedo, miedo a ser ingrata con Dios, que me castigaría por mi falta de generosidad.

Lloraba en la charla, cuando no sabía qué decir sobre lo que había “visto” en la oración de la semana y me decían que cómo no iba a ver nada en siete horas semanales, que era una frívola y que no tenía vida interior después de tantos y tantos años allá dentro. Tenía miedo de que me siguieran abroncando una y otra vez por esa falta de generosidad y esa falta de entrega de la que una y otra vez me recriminaban mis directoras, que, realmente no sería tal cuando me encargaron que llevara no uno sino dos grupos de supernumerarias... Lloraba porque estaba cansada de estar con señoras mayores, que podían ser como mi madre o mi abuela, dándoles charlas, o llevando, con muy escasa preparación su dirección espiritual (?) y yo lo que quería era hacer una vida normal y corriente y no cosas raras.

Lloré tanto cuando fui Numeraria que ya no me quedaron lágrimas apenas más que para las cosas muy fuertes y muy duras. Quizás, porque, desde que lo dejé, soy feliz.

Tenía miedo de no curarme nunca de la depresión que arrastré durante más de un curso, pues veía a otras en la misma situación y que no se curaban.

Tenía miedo porque veía que se me pasaba la vida de forma estúpida e inútil, perdiéndola en nimiedades propias del más estricto fariseo y no en cosas grandes, como me habían prometido al pitar.

Tenía pánico a cumplir años. Recuerdo con horror cuando hice los treinta, porque me pareció que si no lo dejaba en aquel momento, perdería el precioso tren del amor. No recuerdo en qué escrito se ha hablado de cómo las numerarias si no abandonan pronto la Obra, ponen en peligro la posibilidad de realizar su afectividad. Una mujer de treinta años, aunque las cosas están cambiando y la gente se casa más tarde, es mayor para encontrar pareja; un hombre, por el contrario, siempre “está en el mercado”. Cuando pasa el tiempo, se puede comprobar que esto no siempre es así y que hay gente que ha abandonado el Opus a más tardía edad y ha encontrado la estabilidad sentimental e incluso ha tenido hijos sin mayores problemas, pero cuando estás allí dentro, la cabeza da muchas vueltas y los miedos más atroces te rondan día y noche.

Miedo a dejar la Obra y no ser feliz. Muchos han relatado aquí la presión a la que se somete a la gente con el argumento de que “fuera” no se encontrará la felicidad ni siquiera en las cosas normales que a las personas corrientes se la dan de una forma relativa. Todos hemos oído anécdotas variadas sobre las múltiples desgracias que sucedieron a tal o cual ex por no haber seguido su vocación. También nos contaban cómo, si tenías un niño, sería deficiente, tendría alguna enfermedad o cosas similares, pero nunca buenas .No exagero ni miento si digo que a mí me lo decían muchas veces en la charla si comentaba que quería dejarlo porque aquello no era lo mío.

Miedo a quedarme en la Obra y seguir con aquella angustia... miedo, en fin, a la vida que me había tocado vivir.

Pero, gracias a Dios, la cordura se impuso, di el salto y aquí estoy, fuera de su barca, nadando por mi cuenta y feliz .No he vuelto a tener miedo a nada ni a nadie, y las lágrimas son pocas, escogidas, y, la mayoría de las veces, de risa.

Me gustaría mandar un mensaje de esperanza para todos y todas las que están dentro y no quieren; para todos los que se han reconocido en estas líneas. Hay gente feliz allí adentro, o, al menos, eso parece desde fuera; no hay que juzgar por lo que se ve, yo también logré parecerlo a veces, haciendo de tripas corazón. Mi deseo para ellos, es que, de verdad, encuentren allí su camino para realizarse. Para los que se han visto en estas líneas retratados, ánimo y valor, cada uno es dueño de su vida, que no está en manos del Opus sino, de verdad, en las de Dios. Ellos me fallaron; Él, no.



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