De cómo entré en el Opus Dei/El mundo real y el cariño de mis padres

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DE CÓMO ENTRÉ EN EL OPUS DEI
(y otras tribulaciones)


El mundo real y el cariño de mis padres

Pero ocurriría algo imprevisto, algo providencial: mis muelas del juicio empezaron a salir, torcidas, y me empujaban toda la dentadura hacia fuera. Me dolía muchísimo toda la boca.

Querían que mis padres me dieran dinero para llevarme a un dentista en la misma ciudad donde estaba el Colegio Mayor. El dentista era de la Obra, por supuesto, así todo queda en casa.

Sin embargo, mis padres se negaban a soltar ni un duro:

-Nosotros tenemos un dentista aquí donde vivimos que es nuestro dentista de toda la vida y no nos agobia para pagar. Le pagamos cuanto y cuando podemos.
- Pero el dentista que conocemos también os dará facilidades -les decía la directora-.
- Nuestra hija es mayor de edad y puede hacer lo que quiera con su vida siempre que sea feliz... Si ha elegido esto, pues alabado sea Dios, nosotros no nos oponemos. Ahora bien, mientras dependa económicamente de nosotros, también seremos nosotros quienes decidamos a qué dentista debe ir y qué dentista queremos pagar.

La directora del centro puso pegas y más pegas. No querían que me desplazara a casa de mis padres.

Pero a mí me dolía mucho la boca. Les pedí que me dieran un voto de confianza y al final, quizás viendo que no iban a sacar ni un duro de mis padres, la directora cedió.

Así fue como empecé a ir a casa de mis padres una vez cada quince días. Siempre me acompañaba una numeraria y nunca me dejaba sola ni sol ni a sombra:

Llegamos por la mañana o por la tarde, según la hora de consulta, íbamos al dentista, dormíamos en casa de mis padres y al día siguiente nos volvíamos en tren al Colegio Mayor.

Durante esos viajes me fueron arrancando sucesivamente hasta 8 muelas.

Entre este proceso doloroso y el ritmo de vida estresante y encorsetado del que he hablado yo me iba debilitando cada vez más.

Pronto se acabó el curso académico. No sé cómo, conseguí aprobar todo y con buenas notas.

En verano organizaron una convivencia de chicas de San Rafael. Me "sugirieron" que invitara a mi hermana. Así lo hice. Mis padres y mi hermana aceptaron, con reservas y sin ganas. Pero lo hicieron para que viera que mi familia no me había olvidado y que me seguían queriendo. Para que vieran que, no tratándose de dinero, ellos estaban dispuestos a hacer concesiones.

A la vuelta de la convivencia el autobús paraba donde vivían mis padres y donde mi madre había ido a recoger a mi hermana. Cuando llegamos bajé para saludarla y para despedirme de mi hermana. Mi madre me dijo de sopetón, antes de que pudiéramos cruzar palabra:

"-¡Hija!, ¡dime!, ¡¿quién es "la que manda aquí?!". Yo se lo indiqué. Resultó ser la que me solía acompañar cada vez que tenía que ir al dentista.

Mi madre, sin decirme más, se fue directa a ella y se puso a hablarle. Yo no la oía pero luego supe que le dijo que bajaran mis maletas que "su hija" se iba a quedar unos días en "su casa". Le dijo que como yo tenía dentista dentro de dos días, que me evitaría un viaje. Le dijo que no me iban a raptar ya que yo era mayor de edad y que después del dentista ya me volvería otra vez para el Colegio Mayor.

No sé cómo lo hizo, debió de coger a aquella desprevenida o quizás temía que la determinación de mi madre la llevara a montar en cólera y espantara a las chicas de San Rafael (=posibles candidatas al Opus Dei)

El caso es que vino con mi maleta en la mano diciéndome:

- ¡Ale! ¡Hija! ¡Vamos para casa que te quedas unos días con nosotros!, hasta que tengas dentista, ¡luego te vuelves si quieres, que nosotros no te vamos a retener!
- ¡Pero mamá, yo no puedo hacer eso así!
-¡Vaya que no!, ¡hemos dejado que tu hermana fuera contigo a esa convivencia a pesar de los pesares, y ahora tú nos tienes que dar el gusto de quedarte con nosotros unos días! ¡que nosotros también tenemos ganas de tenerte!.

Me agarro fuerte por el brazo, con firmeza de madre, me miró con ojos brillantes, decididos... Y no me pude negar.

Estando en mi casa, después de arrancarme otra muela, me cogió además una infección de garganta y lo que iban a ser dos días en mi casa, a solas, con mis padres y hermanos, se convirtieron en diez.

Esos diez días me sirvieron para reponerme, físicamente, durmiendo en mi cama mullidita. Y lo más importante, pude sentir el cariño de una familia de verdad, que me quería, sin doblez ni tapujos.

No me forzaron, no me intimidaron, no se opusieron. Yo habría reaccionado muy mal. Solo me hacían sentir, con hechos, que ahí estaban ellos si algún día me arrepentía. Que ellos no me dejarían tirada, que siempre sería su hija. Que el día que no fuera feliz me podía volver para casa.

De vuelta al colegio mayor: ¿la verdadera familia?

A mi vuelta: De nuevo el ritmo trepidante, agobiante. El ambiente familiar del Opus Dei empezó a resultarme artificial, hueco, sin sentido. Empecé a tener más y más dudas que sólo conocía mi directora espiritual.

En mi caso, sucedió algo que colmaría el vaso de mi paciencia.

Mi directora espiritual, "que cuida de ti como una madre, ocupándose de lo espiritual y de lo humano", decidió que me hacía falta ropa nueva. Me dijo que llamara a mis padres para que me dieran dinero

¡Ah...! ¡Sí!. ¡Así son las cosas en la Obra de Dios!...

"Dinero por aquí!
Dinero por allà!
¿tu lo has visto?
Si lo hay,
¿dónde está?..."

Mis padres, una vez más me dijeron que no me daban ni un duro, que si necesitaba ropa que venían a la ciudad donde yo vivía y me la compraban ellos mismos.

Así que mis padres se tragaron el viaje de dos horas de ida y dos de vuelta, dejando a mis hermanos solos en casa, para venir a comprarme la ropa.

Me fui con ellos a unos conocidos grandes almacenes de la cuidad con la lista de ropa que había confeccionado mi directora espiritual y que, según ella, me hacía falta.

Me compraron todo lo que ponía en el papel. A mi gusto, según mi estilo personal. Se gastaron 50 o 60 mil pesetas de la época en faldas, blusas, zapatos, cinturones y no sé qué más.

Recuerdo que mi madre me dijo antes de despedirse:

- Hija mía, a mi no me duele el dinero. Lo que siento mucho y me duele en alma es que esta ropa que te hemos comprado no va a ser para ti, que esa ropa no te la vayas a poner tú. Te la van a quitar y se la darán a otra. (Al haber sido mi padre del Opus Dei ya sabían de qué iba la cosa...).

Me dio muchísima pena de mi madre, porque sus ojos estaban tristes, de verdad. Pero, como está mandado, hay que defender a la Obra a capa y espada, incluso enfadándote, si hace falta:

- Pero mamá... ¿!Cómo me lo van a quitar¡?. En la Obra la individualidad prevalece, ¡eres libre de elegir tu aspecto exterior, no te obligan a nada¡. Permiten a cada una llevar su propio estilo. Defienden la variedad. Además, si yo quiero, va a ser para mí. Mira, mamá, en la obra vivimos la pobreza y el desprendimiento, no tengo apego a esa ropa, si tuviera que desprenderme de ella lo haría. Pero, como excepción, me la voy a quedar, sólo para demostrarte que en la obra ¡somos libres¡.

He de decir que yo estaba convencida de que lo que estaba diciendo era así, pues así me lo habían repetido muchas veces.

Cuando llegué, subí a mi habitación y colgué la ropa en mi armario.

Vino mi directora espiritual y me dijo que tenía que entregar esa ropa. Le dije que no estaba apegada a ella pero que era la ropa que quería llevar, que me gustaba, que iba con mi carácter y personalidad -dentro del margen impuesto en la forma de vestir del Opus Dei-.

Me insistió. Le dije lo mismo. Me volvió a insistir, también yo.

Y, entonces, viendo que yo estaba encabezonada, descolgó toda la ropa nueva de mi armario y se la llevó sin más, por la fuerza.

Vino para darme otras faldas y otras cosas que debían tener guardadas desde el año catapún. Dije que yo "eso" no me lo ponía y que estaban abusando de su autoridad.


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