Anexo a una historia/Causas y razones

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EL OPUS DEI - ANEXO A UNA HISTORIA


CAUSAS Y RAZONES

Personalmente he oído asegurar a Monseñor Escrivá que para él no existe más secreto que el de la confesión sacramental. "Cuando alguien me ha pedido que no contara a nadie lo que me comunicaba, le he invitado a pasar al Confesionario", explica. "Si contáis lo que estoy diciendo -argumenta en las ocasiones más reservadas- no ofendéis a Dios ni faltáis a nada, únicamente daréis al Padre la pena de tener un hijo tonto." Pena que, lógicamente, en lo que a mí se refiere, no hace al caso ya. Para él, para el Padre, la Obra nunca tuvo más secreto que el natural de su gestación. Todo es diáfano en ella, y todo está al alcance del que se quiera informar. Todo se puede contar, aseguran; aunque quizá esa afirmación sólo se lanza ante la garantía de que nadie se va a permitir el lujo de darle al Padre la pena de tener una hija o un hijo menos aventajado.

Quizá, sí, quizá sea por eso. Pero, de cualquier manera, no deja de ser una garantía. La garantía, de no estar manejándome ni utilizando, al escribir sobre este tema, entre secretos ni reservas de nadie. De no estar invadiendo intimidades que, por derecho, sólo incumben a los propios interesados. A cualquiera que le pueda interesar, ahí está, no hay secretos, ya que así lo afirman. A la vez que esa intimidad, en el caso de poderla considerar como tal, no es sino mi propia intimidad; la intimidad de algo vivido por mí, y tan mío, por lo tanto, como de cualquier otro que pertenezca a la Obra. Es, ni más ni menos, mi propia realidad en ella.

La realidad de unos años que van de 1959 a 1973. De donde cabe que, en años distintos, las aportaciones de experiencias puedan ser también distintas. Ésta es mi experiencia, en una época determinada, y dentro de la sección femenina del Opus Dei. Dejando claro que en la Obra las dos secciones -hombres y mujeres-, aun teniendo el mismo espíritu y la misma cabeza, tienen peculiaridades muy propias.

"Si pecare tu hermano contra ti, ve y corrígele a solas... Si no te escucha, toma contigo uno o dos testigos, a fin de que sobre el testimonio de dos o tres personas se garantice tu declaración (Dt. 19, 15) y si no te atendiere, denúncialo a la Iglesia" (Mateo, 17, 15-18). Magisterio y pueblo (Iglesia de Dios). Pueblo fiel, al que van dirigidas mis aclaraciones. Aclaraciones que sólo quieren ser complementarias, que quieren ser ayuda y cooperación para que reine una más justa y positiva reacción ante los unos y ante "los otros".

No es mi intención "echar perlas a los cerdos" (Mateo, 7, 6). Si alguien pretende "retorcer" mis explicaciones, si quiere con ellas ensañarse contra algo, o ver las cosas bajo un prisma peyorativo o de polémica, que "busque otro camino", que se acoja a fuentes distintas; mucho le agradeceré que me ignore, pues no es eso ni mucho menos lo que busco, ni quiero que para eso sirva mi aportación.

Relación de acontecimientos, comentarios de experiencias concretas, dichos o hechos, ante los que cabría pensar que no son sino reacciones aisladas o muy personales, de escasa significación dentro de un contexto general; lo anecdótico, lo personal, lo subjetivo, es a mí a la primera que no interesa. No voy a basarme, por tanto, más que en aquellos detalles o en aquellos casos que, por su significación, sean expresión ejemplar de lo que en la Obra cabe entender como de "buen espíritu".

Y al margen ya de estas aclaraciones, ¿cabrá en esta época nuestra, contestataria por excelencia, admitir una información en honor sólo de la verdad total, sin ser tachada de insultante o de crítica negativa, que busca únicamente una proyección constructiva? ¿Cabrá descartar de ella pretendidos afanes de desprestigio, a pesar y además de la dureza del tema?

He escrito estas páginas movida por el derecho y el deber de ejercitar la correcci5n fraterna, que si cabe a nivel personal (y en la Obra así se enseña), necesariamente ha de caber también a nivel de institución. Ha de caber de mil maneras, sí; cabría hacerla de muchas otras. Y aún diría más: muchos de los que estamos en mi caso lo hemos intentado de maneras bien distintas, por cauces bien diversos, que no han logrado acogida. Lo hemos intentado desde dentro, con los de dentro y hacia dentro. Con el único afán de contribuir a mantener en pie una teoría, buena, que se desmoronaba sin remedio ante nuestros ojos. Hemos intentado contribuir con nuestra aportación personal, dialogando y acudiendo a los medios que llamaban ordinarios, y nos hemos encontrado como quien habla al viento o interpela a un muro. Sin más posibilidades que las de seguir buscando otros cauces.

No trato de juzgar; eso sólo a Dios corresponde. Tampoco busco propiamente calificar ni sentar definiciones de nada ni de nadie. Mi principal deseo es exponer; hacer posible un conjunto más completo de elementos de juicio, junto con el planteamiento de algunos interrogantes (que nadie ha querido resolverme antes, de otra manera), por si cupiera en suerte la posibilidad de ser un granito de arena más que hiciera posible una más justa y consecuente toma de conciencia. En beneficio de... creo que de bastantes.

Exponer, sí; de una manera especial, ante aquellos que ya tienen alguna relación con la Obra: que la conocen, que han oído cosas, y que son, por lo tanto, los más perjudicados por una información tan parcial, tan anquilosada y compleja; exhaustiva sólo de lo que interesa. Los más necesitados, lógicamente, de un complemento de datos que evite o solucione malentendidos o desconciertos.

¡Ojalá sirviera también para los de la Obra! Entre los que podríamos entendernos tan bien, entre los que más razón de ser tiene realmente este tema, entre los que podríamos dialogar con un lenguaje ya conocido, que facilita tanto las cosas... Sin embargo, sé positivamente que en la Obra eso no es posible; como tantas otras veces, estas líneas mías caerán bajo la total prohibición de ser leídas, conocidas; incluso de ser mencionadas. En la Obra sólo cabe conocer, aludir, manejarse entre aquellos temas que la enaltecen.

También sé que habrá socios de la Obra (siempre los hay frente a estos acontecimientos) dispuestos a desautorizar lo escrito por todos los medios, incluso enarbolando sofismas aparentemente convincentes que desvíen la atención del tema hacia detalles insignificantes. Como también habrá quienes, haciendo alarde de su fidelidad, rebusquen en su recuerdo anécdotas que puedan contribuir a demostrar lo contrario de lo que yo afirmo. Doy por hecho las anécdotas positivas; las hay -diría yo- hasta en las peores familias (lo de "peores" sigue siendo un decir). Como también sé de tantos otros que asentirán a mis palabras en silencio, que se encontrarán comprendidos, que admitirían y entenderían... ¡tan bien! Pero se callarán su opinión, porque es muy difícil rebasar la barrera de la ordenación oficial, la problemática de la traición, sobre la que se forma en la Obra a los socios, con especial dedicación en este sentido, que todo aquello que, incluso de lejos, roce la imagen oficial de la Obra, ha de ser condenado AUN SIN CONOCERLO. Atreverse a hojear un libro como el mío, por ejemplo, es algo grave que da lugar a drásticas medidas: arrebatar el libro de las manos de la persona (literal) y quemárselo.

Conozco muy de cerca uno de estos casos. Ni siquiera le valió a la interesada decir, que lo llevaba para comentarlo sólo con su directora, y que lo deseado era, precisamente, ver con ella la mejor manera de desmentir las afirmaciones que el libro contenía. Tampoco pudo impedir la quema el hecho de que el libro era prestado, y que la interesada tenía la obligación de devolvérselo a su dueño: el fuego inquisitorial acabó con él.

De la Obra se ha escrito bastante: los suyos muchísimo, aunque siempre repitiendo los mismos lugares comunes; los ajenos también, a menudo con no demasiada altura intelectual, incluso con errores. Pero errores que, en la mayoría de los casos, no pasan de ser anecdóticos y superficiales. Lo más valioso de estos últimos escritos es que, aun tratándose de autores ajenos a la Obra, que se, han tenido que manejar con una documentación fragmentaria y escasa, en condiciones de información tan difícil como son las que impone la Obra, estos autores, digo, han expuesto significativas tesis sobre lo más fundamental y básico de su problemática. Sin embargo, y a pesar de sus claros aciertos, estos escritos han sido sistemáticamente rechazados; son calumniosos: es el calificativo que han merecido.

En numerosas ocasiones, a través de notas internas, ha llegado a todos los miembros de la asociación el calificativo a que me refiero, con su correspondiente prohibición a todos los efectos. Sin escatimar en ellas toda clase de datos negativos que puedan mermar la fama y el buen crédito del autor de un libro de este tipo (aunque no vengan al caso y, en ocasiones, pudieran constituir un grave delito de calumnia) para, con ello, desautorizar y desmerecer su obra. Al parecer, expresarse abiertamente sobre las reales contradicciones de la Obra es calumnioso; pero no lo es dejar mal, rematadamente mal, a una persona; ni hacerlo por escrito y públicamente -los receptores de estas notas son, por definición, los 70.000 socios que dicen tener-. No, esto no cuenta como calumnia. A pesar, incluso, de que estos datos se interpretan de la manera más curiosa y a base de enfoques verdaderamente rebuscados, orientados a conseguir el fin previsto.

"Si no puedes alabar, cállate", se repite en la Obra con insistencia, en frase de su Fundador. Se repite y se exige para todo aquello que haga referencia a decisiones de los directores internos, o a medidas y consecuencias de la propia praxis y sistemas de la asociación. Pero no cuenta, no sirve, no tiene ningún significado cuando se refiere a terceros: entonces no hay que callar; entonces se pueden emplear y barajar los más duros y significativos reproches.

¿Por qué tanto miedo a que los suyos lean y se enteren y sepan? ¿Qué clase de respeto (así lo califican) a la Obra pretenden inculcar con tales medidas? Si alguien escribiera de mi madre, en bien o en mal, yo lo leería; no sería una falta de cariño, sino una prueba de confianza: una manera de saber qué he de aclarar o qué he de defender. Entonces, ¿qué pasa en la Obra? Conozco la respuesta, la he oído muchas veces: aseguran que loe directores dan hecha esa labor, y que los demás sólo tienen que actuar en consecuencia. A lo que cabe argumentar: ¿en consecuencia de qué? ¿De un trato respetuosamente confiado a la persona? ¿Cómo? Hablan a personas formadas, convencidas; dicen que respetan la libertad. ¿Qué clase de libertad? ¿La libertad de quién?

Decir, explicarse, razonar o buscar posibles soluciones a lo que cuesta entender o admitir, aportar experiencias o intentar contribuir a una toma de conciencia más consecuente, en la Obra se considera una OSADIA.

Admitir el diálogo con alguien que tiene algo que objetar, algo que rebatir, como puede ser cualquiera de estos escritos, significa una gran TRAICIÓN. Ante argumentaciones de cualquier tipo sólo se presupone un intento: el de atacar. No niego que ésta haya sido la finalidad de algunos libros, pero me parece discriminatorio e injusto aplicar ese calificativo indistintamente a cualquiera que pretenda hablar de la Obra.

Me he decidido a escribir y sé a lo que me expongo, por lo que quiero de antemano dejar bien claros mis propósitos. Me mueve a hacerlo la desproporción que veo en el conjunto de datos que se divulgan sobre la Obra. Hay una divulgación sobreabundante de lo que "interesa", divulgación que desecha, margina y tergiversa multitud de hechos y sucesos, con todas sus consecuencias, que forman parte de una verdad más integral y mucho más profunda.

Esta verdad se encuentra acorralada, aplastada, diluida, en ese callar lo que no conviene, en ese rodear de misterio lo que debería ser público y notorio, en ese exagerar nimiedades favorables mientras se ignoran los problemas fundamentales.

Mi aportación, ya lo he dicho antes, no pretende ser sino un "testimonio personal". Lo que afirmo en estas páginas no son sofismas, no son suposiciones, no son imaginaciones. Me mueve única y principalmente la necesidad de vivir una "justicia" que creo se merecen no pocos. No los "convencidos", los "integrados": ésos no la necesitan; nunca quedarán desprotegidos, ya que para ellos existe de antemano la mejor parte, la ya lograda, la fuerza de la Obra misma. Pero sí la de los "marginados" por una Obra de Dios que, sorprendentemente, se considera tan sobrenatural que no quiere saber nada de la persona.

Si algo entra dentro de mis deseos es precisamente que la Obra de Dios, recuperado su genuino espíritu, sea el instrumento de apostolado para el que Dios la inspiró; a pesar de los pesares.

No me mueve otra clase de celo que el mismo que hace exclamar a Monseñor Escrivá que "tan doctor de la Iglesia es él como el mismo Papa, siempre que éste no hable "ex cátedra" a la hora de defender y velar en cuestiones de fe o de moral, según la fórmula que él encuentra más ortodoxa. No me mueve otra clase de seguridad más que la de saber que mi vocación es tan de Dios como la de cualquier otro de los que están dispuestos a aceptar sin entender. Tan de Dios como todo el carisma fundacional que el Padre reclama para sí, y sobre el que -lo repito una vez más- no tengo nada que objetar. Como tampoco tengo nada contra mi vocación. Creo que ella es el eje y la razón de que me haya preocupado por estos temas. Respeto y consideración hacia esa primacía fundacional, sí; pero sin olvidar que él mismo ha dicho que "todos los que hemos llegado a la primera hora -en vida suya- hemos sido llamados a ser cofundadores con él".

¡Ojalá que nada de esto sirva a nadie ni de "escándalo" ni de "espanto"! Dentro y fuera de la Obra creo únicamente en una sola lealtad con Dios y con los demás, que es, y ha sido siempre, lo único capaz de moverme, de motivarme. Lealtad, sí, pero sin exclusivismos que me hagan radicarla sólo y únicamente en la persona del Fundador de la Obra. Dentro y fuera, antes y después, esa lealtad sigue siendo mi única intención.

En la Obra se asegura que todo el que se va es porque ha dejado de vivir unas prácticas de piedad -las llamadas "normas del plan de vida"- o porque se ha entretenido en problemas personales egoístas que empiezan por poco y acaban en mucho; otras causas también aducidas son la insinceridad, la lujuria o la soberbia. Por mi parte, puedo asegurar que continúo llevando una vida cara a Dios que en nada tiene que envidiar a la de antes; que no he tenido problemas egoístas, a no ser que se consideren como tales la preocupación de defender y atender las necesidades de las personas que me estaban encomendadas, y la sensación de impotencia al ver que no podía conseguirlo, que era imposible hacer realidad la teoría que se predica.

Que he vivido esa "sinceridad salvaje" a que antes he hecho referencia y no he tenido secretos: he hablado y he escrito mucho y claro a aquellas que eran mis directoras, a las que he dirigido la aportación de mis ideas y el recurso de mis dificultades. Que he creído en la teoría que se nos proponía hasta el limite de predicarla, vivirla y defenderla como si fuese una realidad, sin que lo fuera, y luchando para que llegase a ser. Hasta mantener la fidelidad de no consentir una postura conformista, pasiva e inconsecuente: "allá pena", y yo a lo mío.

No pretendo, con todo esto, hacer una autodefensa o una autoalabanza.

Quiero tan sólo, con el testimonio de mi propia vida, probar, demostrar que es falso afirmar que todos los que dejan la Obra lo hacen porque han perdido el sentido sobrenatural de su vida. Quizá ése sea el caso de algunos, pero creo -y, tengo elementos de juicio- que la salida de no pocos socios de la Obra ha tenido más motivaciones como las mías que como las Otras.

En el estilo -consejo "cariñoso"- que en la Obra se usa, cuando dejé la asociación algunas numerarias mayores me aconsejaron que me fuera al extranjero o que me casara en seguida. Parece que encaminarse hacia una de esas dos salidas tranquiliza las conciencias de las demás: tranquilidad harto curiosa.., perder de vista a una o contemplarla convertida en una atareada madre de familia. Gracias a Dios, el matrimonio hace tiempo que ha dejado de ser la única salida para la mujer y, además, puedo asegurar que no fue ésa la razón que me hizo dejar la Obra, y que nunca, por tanto, la he considerado como una solución.

¡Qué fácil es buscar soluciones que para nada impliquen a la Obra!

Problemas personales, falta de adaptación a un ambiente, necesidad de casarse... y todos contentos. Ésa es la más brutal de las indiferencias. Yo no necesitaba soluciones a problemas que no tenía; pedía la solución al problema de mi vocación, que siempre estuvo muy clara. Muy clara y muy maltratada.

La única solución, la única y verdadera solución a esta vocación mía, la tuve que extraer yo de mi propia conciencia: tomar a tiempo, tras años de lucha y de empeño sin regateos por servir a la Obra, la decisión "clara" y "completa" de dejarla.

Antes de perder el equilibrio humano y sobrenatural; antes de quedar afectada para siempre por esas presiones de dentro que lo hacen todo tan difícil y que pueden terminar destruyéndote.

Mi decisión fue dura, pero consecuente: la he vivido bajo el mismo concepto de fidelidad a unos principios, los mismos que en un día, ya lejano, me vincularon a ella; que son, necesariamente, más de Dios que la Obra misma y que me permiten seguir una vida llena de paz y de posibilidades de bien, "digan lo que digan".

Por gracia de Dios, sin mérito alguno por mi parte, no he perdido la fe; no estoy amargada ni me siento triste o fracasada, aburrida. Tampoco me he dado a la "mala vida" como, al parecer -al menos, así lo aseguran- es el triste sino de la mayoría de los que se van; quizá como argumento para los que se quedan, o como razón de escarmiento para los dubitativos...

Y no disculpo a hermanos míos (perdón, pero lo son de veras, porque sí que es verdad que hay lazos más fuertes que los de la sangre) que han trastornado su moral, o su piedad, o su acción cristiana consecuente; no los disculpo porque sé la carga de predilección divina con que cuentan. Pero los comprendo. Comprendo lo difícil que es mantener un equilibrio de discernimiento normal que haga posible continuar una acción entera y noble cuando se les han socavado los fundamentos de sus convicciones. Los comprendo porque conozco hasta dónde la actuación dc esos que son considerados como los "mejores", los "fieles", es capaz dc desmoralizar, de destruir. Ante los sistemas que dentro se siguen para "ayudar" a los reticentes no me extraña que muchos acaben muy cansados, muy rotos, muy hartos. Y, como consecuencia de este estado anímico, ocurran cosas nada deseables. Que sean éstos los que no quieren volver a saber nada de la Obra; los que no contribuyen a aclarar nada; los que sólo buscan que los dejen en paz. Lo comprendo, del mismo modo que comprendo que lo principal es y será siempre distinguir entre lo fundamental y lo accesorio, entre lo propiamente divino y la miseria de los hombres. No desconociendo lo que es decepcionante entre los hombres, pero segura de que por Dios sigue valiendo la pena apostarlo todo a su mejor honor.

Cabría, al menos, que todo eso que en la Obra se señala como prueba de escarmiento, esa "desgracia" de los que se salen (que es lo único que se difunde respecto a las dimisiones), fuera más bien, una llamada de atención: "la verdadera eficacia de una sociedad se mide por la calidad de hombres que es capaz de producir", ha dicho alguien que sabe bien lo que piensa.

¿Acaso esas situaciones tan lamentables (dejar la Obra para acabar "así"), como aseguran, no son dignas más bien de una consideración más adecuada, de una más justa y caritativa reacción, de una mejor ayuda? Si no se supo, si no se pudo evitar la caída, ¿no se podrá, al menos, contribuir a superarla? ¿Es acaso el mejor sistema reducirlo todo a un total desinterés y al más absoluto olvido?

Ayuda, sí. Ayuda a unas personas que encierran valores muy positivos: a no pocos les produciría admiración y respeto asomarse a su interior. Respeto y admiración por la gran capacidad de hombría de bien que encierran: capacidad que se ha tenido que ver arrollada, no sin fallos ni miserias propias, pero sí sin caso y sin cauce adecuado, por tanta y tan brutal indiferencia a lo propiamente personal.

¿Por qué, si la Obra es de Dios como dicen, si sus fines son buenos, si de hecho se hace tanto bien a muchos, por qué tanto daño a tantos?

Sí, en la Obra se hace mucho bien, pero a costa de mucho daño. Mucha caridad a base de mucha falta de amor; mucha exhibición de labores, olvidándose de las personas que se han destrozado en ellas.

Y es que el fin (es un principio fundamental de moral) no justifica los medios. Un fin bueno, ¿a qué negarlo?; pero a base de unos medios... "Por los frutos los conoceréis" (Mateo, 7, 20). Frutos que son, tanto la algarabía alegre de unos (que tanto se explota) como el dolor y la dificultad de otros (que nada se considera). Dolor y dificultad no menos graves por más desatendidos, ignorados y tapados.

No cabe sino agotar la verdad. Ni "por darte un mal rato, ni por no darlo" se pueden dejar las cosas a medias; "hay que agotar la verdad" (Camino, n. 33).

Con una verdad personal, sí: la de cada uno. Y por personal, realista. Que por el hecho de ser personal no deja de ser integrante de esa Obra de Dios a la que corresponde precisamente la motivación de los hechos. Una verdad tan digna de ser expuesta y de que se le preste atención, al menos, como a todo aquello, muchas veces anecdótico, que de la Obra se propaga.

La Obra tiene una dignidad; las personas también. No me importa ya la honra pública, ni siquiera la situación de unas vidas más o menos deshechas; defiendo la dignidad de una correspondencia cara a Dios, que "no puede ser tratada de cualquier manera". No es justo presentarla de forma que los demás no puedan juzgar, o que se queden sólo con la idea de una deserción poco ejemplar, sin conocer sus causas y su verdad. Porque no es bueno que una cosa tan delicada y tan sobrenatural como una vocación sea motivo de tropiezo para unos (los que la interpretarían, mal) ni desprestigio para otros (los que tienen que cargar con lo que a la Obra interesa que se piense de ellos).

En la Obra se asegura -y así deben creerlo todos los socios- que la asociación es algo tan sencillo, que de puro sencillo no la quieren entender los que no la aceptan. Yo, después de haberla entendido -creo que bastante bien- pienso si no será que, de puro incoherente, no hay medio de entenderla. Que no es fácil que la gente esté dispuesta a comulgar con ruedas de molino: ¿no nacerán de ahí tanta incomprensión, tanta prevención, tanto desconcierto e intriga en torno suyo? Y a la vez, y además, tanto fanatismo. Ser fanático, en estos casos, suele ser la única posibilidad de superar contradicciones.

Muchos hemos sentido la necesidad de plantearnos las cosas de una manera práctica y concreta, sin vivir sólo de teorías: "nunca hay que hacer dejación de derechos que son deberes", dicen en la Obra. Y en virtud de ese estar comprometidos con un espíritu y un estilo determinados, especificados en las Constituciones, antes que con ninguna persona, por muy "fundador" que sea, unos cuantos (bastantes más de los que quieren admitir) nos hemos visto obligados a reaccionar en forma bien distinta a la que se exige a los "forofos" o incondicionales.

Dios elige a la persona, le da cualidades y misiones específicas, y los planes de Dios son lo que importa, lo que cuenta. Pero no creo que en los planes de Dios se nos imagine como autómatas, sin personal cooperación. Pensar que Dios elige a "unos" para someter a "otros", no lo concibo como demasiado ortodoxo: tal postura huele más bien a totalitarismo. Asociarse para recibir ayuda, para potenciar en sociedad los valores humanos, sí. Avasallar, aun a título proteccionista (paternalista) no creo que encaje en el estilo creador de Dios; no encaja en su irrepetibilidad sobre cada una de sus criaturas, no encaja en ese arsenal de cosas que Él ha querido esperar de los hombres, amando su libertad y distribuyéndosela tan particularmente.

Grave puede ser, claro que sí, desprestigiar a una asociación de la Iglesia sin motivos reales. Pero igual de grave puede resultar el permanecer indiferente, o simplemente consentir, ante el calificativo de "desertores" aplicado indistintamente a todo el que se va de la Obra, como si la no perseverancia fuera lo único real de esa desvinculación. Y más aún dejar que se propague este concepto por mantener el buen nombre de la Obra, aun a costa de saber muy bien que estas determinaciones, que estas situaciones, se deben antes a actitudes nobles y valientes que infieles o desleales.

Dicen que contar estas cosas de la Obra es difamarla. A mi me llamó una directora de la Obra para decírmelo expresamente, al enterarse de algunos comentarios míos con los demás. Una cita con pretendido aire amistoso, pero que ocurría después de un año sin dedicarme el más mínimo recuerdo ni la más pequeña atención; cuando habían dejado sin contestar varias cartas mías: pero es que entonces se trataba de mí, y después era la Obra la que estaba en juego; era el prestigio de la asociación el que había que salvar, recurriendo a todos los medios. Incluso llegó a decirme que "no me pegaba" hacer tal cosa...

Catorce folios a máquina y a un solo espacio envié al Padre a los pocos meses de dejar la Obra, explicándole el porqué de mi decisión. A nadie le merecieron el menor interés, nunca recibí respuesta ni nadie se refirió a ellos. Pero luego sí: hay que "recogerme" para que "no haga daño". Y entrecomillo esto último porque precisamente es ese "daño" el que hay que delimitar.

"¿Serás capaz de hacer uso de todo eso que sabes?"; "¿cómo es posible?"; "la Obra a ti no tiene por qué importarte; si te saliste, déjanos en paz"; "olvídanos y vive tu vida". Es otra vez lo mismo, lo de siempre: me lo decían como me lo habían dicho dentro, cuando tuve algo que decir: "vive tu vida y olvídate de lo que te rodea; la Obra lo único que necesita de ti es tu santidad personal". Y a mí, ahora como entonces, me ha sido imposible hacer tan drásticas separaciones.

"Somos nosotros, los de dentro, y no tú, los que tenemos que informar acerca de la Obra"; "lo tuyo son subjetivismos". Al parecer, sólo es objetivo lo que los entusiasmados y "forofos" quieren decir. Por supuesto con la garantía previa de que van a decir lo que esté previsto que se diga.

"¿Qué puede ser el testimonio de unos treinta o cuarenta (muchos más, replicaría yo) que han dejado la Obra, comparado con el de setenta mil que seguimos en ella?", me seguía argumentando mi interlocutora. Y yo me pregunto: ¿qué es entonces lo que pasa realmente para que sea tal la necesidad de disuadir, de impedir, de salir al paso para hacernos callar, para que no contemos? ¿A qué tanta vigilancia? ¿Acaso la verdad no se impone por sí sola? ¿O es que se trata de un miedo justificado?

Y siguió la conversación: " ¿Quién eres tú para que, en vida del mismo Fundador, tengas algo que objetar?" Doctores tiene la Iglesia, por supuesto. Y nosotros sólo somos "unos pocos" que no merecemos consideración, que no somos nadie, que carecemos de autoridad. Pero hay que salirnos al paso, hay que silenciamos, hay que prohibirnos. ¡Tamaño honor!

"El Padre dice, y eso basta", "hacer la Obra, ser de la Obra, es ser y hacer, y querer eso que quiere el Padre, y nada más", "por eso no es posible tener nada que objetar", recalcaba mi oponente. Con esas frases tan rotundas y otras similares hacía frente a mis interrogantes, a mis objeciones. Sin más posibilidad de entendimiento.

He dicho que doctores tiene la Iglesia, sí. Y socios tiene la Obra. Cuando ha sido un "consiliario" (máximo representante del Padre en un país) además de Secretario General del Opus Dei (cargo este del organismo central de la Obra) el que ha tenido algo que objetar, no le ha valido su cargo para ser escuchado: ha tenido que marcharse. Y cuando han sido sacerdotes, o se ha marchado también o han sido marginados y dedicados a trabajos sin repercusión externa y sin influencia. Si eran socios o asociados con veinte o treinta años de vocación incondicional y de entrega intachable, ante sus interrogantes se ha recurrido al expediente de decir que "están cansados" o que "se han dejado llevar por la soberbia".

El Padre es el Padre y es el Fundador, y yo quizá no sea nadie. De hecho soy únicamente el resultado de 14 años de bregar continuamente, dando y buscando, intentando, esperando...

Desde mis primemos pasos en la Obra empezaron a chocarme algunas cosas: pensé que era por mi falta de formación y luché por encontrarles un sentido. Pasó el tiempo y seguía sin entender; entonces creí que se trataba de que cada una teníamos que aportar más de nuestra parte para adecuar mejor la teoría con la práctica, y me esforcé por ese camino. Para encontrarme al final con que, incluso siendo yo directora y deseando únicamente no quedarme en practicismos irresponsables e irreflexivos, de los que tanto había oído quejarse a muchas, mis actuaciones, mi pensar y mi decir llegaron a ser considerados un estorbo, una osadía. Molestaba mi personalidad, porque -decían- daba demasiada seguridad a las que dependían de mí, y eso era hacerles daño; mi responsabilidad era demasiada para seguir siendo buena. Y así he empleado y he gastado 14 años en un solo afán de autenticidad, para el que no ha sido posible hallar cauce. Catorce años, uno tras otro, como una prueba más de mi deseo y de mi afán por superar lo insuperable. Catorce años en los que nunca preví el final que han tenido, porque esperaba -contra toda esperanza- que llegaría la solución. Catorce años integrada en el hacer de la Obra, bien considerada, en puestos de responsabilidad. A pesar -y además- de todos estos calificativos de última hora que me han dedicado y que han sido, entre otras cosas, la única respuesta precisamente a ese prestigio y a esa probada fidelidad de los que tienen constancia los mismos que siguen dentro.

Quieren que los deje en paz, porque "para eso me fui porque quise"; yo puedo asegurar que si dejé la Obra no fue precisamente por hacer el vacío a mi vocación, ni mucho menos para dejar de actuar en consecuencia. ¿Cómo pueden afirmar que, ya que me fui, la Obra ha de dejar de importarme, que me olvide? ¿Cómo puede imponerse, ni siquiera sugerirse, y en nombre de Dios además, algo semejante? ¡Qué fácil es decir olvídate!

Yo debo desentenderme, mientras en la Obra se tiene pleno derecho para enjuiciar, definir y vigilar las actuaciones de todos: de dentro y de fuera; sin perdonar siquiera a la jerarquía eclesiástica, porque -aseguran- han de salir constantemente al paso de lo que "está mal", de lo que no debe ser: "hay tantos errores agazapados, tantas conductas torcidas... " Comportamiento inquisitorial para el que no existen, según ellos, ni la difamación ni la calumnia, ni nada que se le parezca. Como tampoco existen cuando dejan que se piense y que se difunda ampliamente la idea de que una desvinculación de la Obra sólo puede deberse a una falta de fidelidad a la gracia de Dios, a egoísmo o... a pecados inconfesados. "Dios me libre de llegar a cometer semejante locura, tamaño desvarío", dicen cuando se atreven a comentar alguno de estos casos, aunque no los conozcan ni sepan las circunstancias que los han motivado. Todo el que deja el abrigado seno de la Obra es infiel, réprobo: no hay más que hablar.

Y si alguno de esos réprobos se atreve a levantar la cabeza y pide la palabra, hay que salir al paso, hay que cortar, hay que evitar. Con entrevistas como a la que a mi me sometieron o con medios más drásticos. Y todo en nombre de la vigilancia por la libertad de la Obra. Libertad para que nadie se interponga en su camino, aunque sea -y es- a costa de la libertad y de la honra de los demás.

No, no somos ni revolucionarios ni reformadores; no pedimos, no reclamamos nada para nosotros. No hemos intentado sino vivir una vocación que creemos divina y, por tanto, individual, responsable, copartícipe, que se niega a conceder lo irrenunciable ante Dios y no busca la falsa seguridad de someterse a criterios paternalistas y personalistas. ¿Que esos criterios son fundacionales? Un fundador es sólo un instrumento, y no creo que su autoridad pueda abarcar, en derecho, toda opción y toda aportación de la más variada y amplia gama de los derechos de los hombres. Fundador, si; pero no dominador de hombres, no avasallador de sus libertades.

Monseñor Escrivá nos llama "cofundadores"; pues bien, del que coopera en una tarea no se espera sólo su adhesión ciega o su mimetismo servil: ha de opinar, ha de contar, al menos, con el diálogo reflexivo. Y eso es precisamente lo que no existe en la Obra.

Creo sinceramente que al escribir estas cosas no estoy descubriendo, de hecho, nada nuevo. Las cosas acaban por saberse, y de la Obra se saben muchas cosas. Lo que ocurre es que muchas veces ese conocimiento es confuso y tergiversado, y creo que el escuchar todas las campanas contribuye a disipar equívocos y a centrar posiciones.

Me decepciona tremendamente la actuación esnobista de cualquier contestatario que exhibe su capacidad de ver las cosas, su teoría, por encima de capacidades sumadas, de experiencias de siglos, todo ello, necesariamente, muy por encima de las posibilidades subjetivas o individuales. Encuentro de una elemental falta de inteligencia la libertad de desmerecer de otros sin más que atacar lo que no coincide con los intereses o razonamientos personales del que lo hace, a base de erigirse como únicos poseedores de la solución más lógica. No es m mucho menos mi intención.

Dejé de pertenecer a la Obra no porque deseara que fuera de otra manera, sino porque su teoría, la que me habían propuesto y me predicaban constantemente, no había medio de llevarla a la práctica. Y no por limitación de las personas, ni por incapacidad, sino por la propia limitación de la Obra. Se nos predicaba una teoría y se nos obligaba a vivir algo bien distinto. No tengo ninguna teoría particular que oponer a nada; tengo tan sólo una gran necesidad de ser consecuente.

Me preguntaba, al comienzo de estas páginas, si cabría en esta época nuestra, tan tachada de contestataria, dar a mis palabras la significación que me propongo. Quizá sea, sí, una época contestataria, como creo también que lo es de afanes serios, de necesidad de fundamentaciones sólidas, de deseos de coherencia, de decisión de establecer una jerarquía de valores cada vez más auténtica. Fruto de ello puede ser el renovado nexo que ahora se impone entre autoridad y servicio, integrante de los valores de todos: cada uno en su sitio, solidarios en una empresa que a todos nos concierne. Y no creo que a los que así se definen haya por qué tacharlos, sin más, de rebeldes; en muchos de los "inconformistas" de nuestros días lo que late es un noble deseo de ser consecuente con los afanes a que antes he aludido.

Autoridad-servicio; servicio-autoridad. Nexo que no suprime la jerarquía, sino que sólo la aparta de las tentaciones del absolutismo y del dogmatismo. ¿Ocurre así en la Obra?

Una vez dieron al Padre la noticia de que uno de los sacerdotes de la Obra estaba gravemente enfermo: había tenido fuertes hemorragias que le habían llevado casi a las puertas de la muerte. Era un sacerdote mayor, agotado por muchos años de trabajo. Monseñor Escrivá contestó que a ese hijo suyo lo que le faltaba era visión sobrenatural, que querría ver a ése dentro de su sotana y, que, sin embargo, él estaba tan bien. Las personas que recibimos tal comentario del Padre nos quedamos estupefactos ante sus palabras; no entendíamos una reacción así. Pero como era el Padre, sólo cabía admitir que había dicho lo más adecuado. Aunque a nosotros nos pareciera todo lo contrario.

Ejemplos de este tipo podría contar en abundancia. Reaccionar ante esas situaciones hubiera sido calificado también de contestatario, rebeldía y falta de entrega.

Repito una vez más que cuento con el espanto de los que, rasgándose las vestiduras, no sabrán ver en estos planteamientos sino el eco de la "personal amargura" que nos ha quedado. Personalmente puedo garantizar que carezco de amargura.

Y que creo que no es ése el sentimiento que propiamente queda (a los que pueda quedarles). A muchos nos queda, eso sí, el sentimiento dolorido -que se evidencia incluso en este escrito- de ver que algo que podría ser grande y maravilloso -la Obra- quede reducido a cosas que tanto desdicen de su propia autenticidad. A otros, el amargor difícilmente digerible de lo que han tenido que consentir, que asimilar, antes de deshacerse de ello. No creo que sea, en ninguno de los casos, una amargura achacable a problemas personales, ni tampoco al hecho concreto de su salida de la Obra; más bien esta salida acaba siendo su única solución posible.

A nivel de hermanos en la fe, a nivel de la Asociación, a nivel de la Iglesia ¿corrección fraterna? Sí. Y no por el daño que a mí hayan podido causarme, sino por la intrínseca incoherencia que, de cara a la Iglesia, de cara a la misma Obra, se evidencia en ello. Esa Iglesia a la que todos nos debemos antes que a nada, antes que a la Obra misma, por muy vinculados que con ella se esté. Ése y sólo ése es mi argumento.

En pocas palabras, porque creo en la Obra sólo y como Dios la quiere, como está aprobado en sus Constituciones, como se expone en su teoría. Y, además, porque es necesario que se sepa la verdad, la verdad sobre unas desvinculaciones cuyos motivos se han ocultado; sobre las que se consienten y se difunden explicaciones basadas en razones que nos desprestigian; explicaciones que crean y pregonan los mismos directores de la Obra, y que IMPONEN la necesidad de que sea conocida también nuestra versión, por un claro derecho de igualdad de oportunidades.

Quizá para algunos este largo capítulo de justificaciones suene a deseo de disculpa personal. No, no es eso lo que pretendo. Si he explicado "in extenso" las causas que me han movido a escribir este libro es tan sólo porque resultaría muy difícil entender el contenido de unos hechos sin tener en cuenta su contexto. Porque una serie de afirmaciones, de no estar avaladas por toda esta intención personal, podrían parecer al lector ajeno al tema una simple relación deslavazada de ideas sin base. Causas y razones, finalmente, que sólo buscan hacer ver que en la Obra pasan cosas, y que esas cosas no se entienden, y que nunca se puede juzgar a nadie -aunque pretendan imponer el juicio ya hecho- sin haber buceado previamente en las causas y razones que han movido su conducta.

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